Un bosque de símbolos


Rodrigo Olavarria

Allen Ginsberg en La Paz

 

“To La Paz—The ship revving up—seatbelts fastened”.
Allen Ginsberg. South American Journals: January-July 1960.

 

En 1959 Allen Ginsberg fue invitado a participar del “Primer Encuentro de Escritores Americanos” en la Universidad de Concepción, en Chile, invitación extendida por Fernando Alegría, el poeta y profesor chileno que dos años antes había publicado la primera traducción íntegra del poema “Aullido” en la revista de la Sociedad de Escritores de Chile. Ginsberg sintió que la invitación era una vuelta de mano de Alegría, quien tradujo y publicó su poema sin autorización o aviso, pero no se hizo mala sangre y aceptó con gusto, quizás pensando que era la ocasión idónea para seguir los pasos de su amigo William Burroughs, quien en 1953 había recorrido partes de Ecuador, Perú y Colombia en busca de la liana alucinógena, conocida entonces como Yage.

No se trataba de un viaje en busca de drogas exóticas, sino de cumplir la ambición de ampliar su capacidad visionaria como poeta, un imperativo dictado por Rimbaud, que Ginsberg perseguía desde 1948, cuando declaró escuchar la voz de William Blake y ser asediado por un león en su departamento. Lo que Ginsberg buscaba era penetrar esa otra realidad, habitada por las voces de los muertos y las sutiles tramas del subconsciente. El 17 de enero de 1960 fue recibido por la prensa chilena junto a Lawrence Ferlinghetti y, tras una vuelo rasante por el puerto de Valparaíso, partió rumbo a Concepción donde anunció una conferencia y una lectura de sus poemas, ocasiones en que se volvió el favorito de los asistentes, cito del periódico El Sur: “Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron los escritores más populares entre la juventud penquista, a la salida de las sesiones diarias siempre había un grupo de jóvenes que esperaban pacientemente que los norteamericanos les firmaran un autógrafo”.

Las jornadas de reflexión sobre los problemas de la cultura en Sudamérica y el estalinismo de la mayoría de los asistentes aburrieron a Ginsberg, quien apenas terminado el encuentro huyó al sur de Chile, rumbo a Calbuco, un pueblo donde el poeta Hugo Zambelli le ofreció alojamiento y paz para dar los toques finales a su poema “Kaddish”, el inmenso y fundamental poema que escribió a su madre muerta. En el sur buscó e investigó sin éxito sobre el latué, la tupa y el chamico, tres plantas usadas por los machi del pueblo mapuche a las que se atribuyen efectos delirantes, no necesariamente enteógenos. A fines de febrero regresó a Santiago y se alojó en casa de Nicanor Parra, visitó a Pablo de Rokha en el Hotel Bristol, pasó las tardes con Luis Oyarzún, Jorge Teillier, Teófilo Cid y Stella Díaz Varín en el bar Il Bosco, leyó su poesía e hizo una clase magistral sobre la poesía actual de EEUU en la Universidad de Chile.

A las siete de la mañana del 1 de abril, Allen Ginsberg tomó un avión en dirección a La Paz, hizo anotaciones sobre la geografía que divisaba desde lo alto, el valle central de Chile, la niebla y la cordillera de la costa en el horizonte. Luego hizo algunos dibujos del territorio visible hacia el oriente, las colinas y los ríos formados por los deshielos de los Andes. Ya en el desierto de Atacama, avistó los salares del norte de Chile, paisajes que comparó a las obras del surrealista Yves Tanguy.

Ginsberg planeaba quedarse dos semanas en La Paz, en un plan decididamente más turístico que el que emprendería una vez llegado a Lima, donde dedicó su energía a encontrar a una persona capaz de contactarlo con un maestro ayahuasquero que lo ayude a obtener sus soñadas visiones. Después de la escala en Arica, Ginsberg apenas contenía su emoción al volar encima de los Andes, observando cuán puro era el desierto mientras el avión se alzaba sobre los volcanes y los picos nevados, al mismo tiempo que una mosca en la ventana junto a su asiento, se restregaba las patas nerviosa y el avión se movía como un bote enloquecido.

Sentado en un taxi, mientras bajaba desde el Aeropuerto Internacional El Alto hacia la Paz, se sintió deslumbrado por este inmenso cañón cubierto por una ciudad al que comparó con el Gran Cañón del Colorado diciendo que era, más o menos, del mismo tamaño aunque menos alocado. El primer día recorrió el centro de la ciudad alucinado por la lengua aimara y las mujeres de largas trenzas sentadas en las veredas con sombreros bombín y, por la noche, después de comer pescado frito en una esquina empezó a sentir el efecto del soroche, el mal de altura, que se manifestó como náusea y dolor de cabeza durante al menos un día.

Tres días después de instalarse en el Hotel Torino de la calle Socobaya, tras recorrer obsesivamente el mercado Lanza comiendo guisos verdes y alucinando con las papas y maíces de colores, le escribió a su pareja, el poeta Peter Orlovsky, con indicaciones sobre qué hacer en caso de recibir algo de dinero. Porque, pese a lo barato que era para Ginsberg recorrer Sudamérica, este fue un viaje que se iba financiando paso a paso, gracias a las regalías de Aullido & otros poemas y a los adelantos que su editor, Lawrence Ferlinghetti, tuvo a bien enviarle esperando en retorno el manuscrito de un próximo libro, que incluiría el poema “Kaddish” y otros textos escritos durante su viaje por Sudamérica. La situación de Ginsberg, pese a ser modesta, era envidiable para cualquier poeta, City Lights Books había recientemente encargado una reedición de diez mil copias de Aullido & otros poemas y fuera de EE.UU. se multiplicaban las ediciones piratas y las apariciones en revistas.

En la misma carta a Orlovsky señaló que Bolivia era el lugar más interesante donde había estado, similar a México y a la Kasbah de Tánger, calles que parecen escaleras y por lejos el primer lugar que valía la pena visitar en este viaje. Algo que lo sorprendió fue el hallazgo, en una tienda de antigüedades frente a su hotel, de cuatro kakemonos japoneses, esos rollos que se cuelgan de una pared con dibujos o caligrafía. Compró uno, ilustrado con lo que llamó verdes montañas cubistas por treinta dólares y, lamentó no tener dinero para comprar los cuatro, especialmente uno que representaba diez budas sentados.

Unos días después afirma que Bolivia es como Paterson, una tranquila ciudad del estado de New Jersey, pero con revólveres. Escribe en el Café Gally y toma mate de coca, mientras políticos bigotudos y de anteojos gruesos discuten y gesticulan haciendo volar las figuras de plata prendidas en sus chaquetas. Al principio estaba maravillado ante el hecho de que se vendiera coca en todas partes, pero tanto masticarla como beberla como un mate resultaron ser una decepción enorme, ya que esperaba obtener de ella un efecto similar al de la benzedrina. La pobreza y la falta de educación que veía lo deprimieron, todo el mundo hablaba de reformas políticas, pero se le hizo evidente que la gente en el poder era corrupta y que explotaban de mala forma a la inmensa población indígena. En los viajes cortos que hizo por las inmediaciones de La Paz vio a los mineros bolivianos, en su mayoría indígenas, que trabajaban en condiciones infrahumanas, similares a las de los mineros del carbón que vio en la mina de Lota, en Chile. Estos mineros, que se desvivían por conseguir un sueldo con que apenas podían costear su alimentación y un techo, causaron tuvieron un impacto transformador en las ideas de Ginsberg. En julio de 1959, meses antes de viajar a Sudamérica, había firmado un texto titulado “Poesía, violencia y los corderos temblorosos” donde condenaba las ideologías de la Unión Soviética y EE.UU. Ahora, viendo ante sí la pobreza más trágica que había conocido, ser marxista le parecía no solamente algo correcto, sino natural.

En la madrugada del 9 de abril Ginsberg despertó con disparos en los cerros y una ruidosa banda que tocaba a media cuadra de su hotel, en la Plaza Murillo. Era el aniversario de la revolución de 1952. Un camión pasó junto a su habitación en la calle Socobaya cargando, una multitud en miniatura que gritaba: “Viva La Paz” y “Viva la Revolución”, mientras la única persona en las calles era un borracho enclenque. Hacia las dos de la tarde apareció una muchedumbre con una gigantesca bandera de Bolivia y la plaza se llenó de gente encaramándose sobre estatuas y árboles.

Esa noche, en la Plaza Murillo, se escucharon discursos del ex presidente Víctor Paz Estenssoro y el, entonces senador chileno, Salvador Allende. La oratoria de este, según Ginsberg, discurrió como “un llanto dentro de un sueño por la belleza del socialismo ruso”. Era inevitable que las palabras de Allende le recordasen los discursos que escuchó en la década del treinta, cuando su madre lo llevaba a los mitines donde se presentaba Israel Amter, uno de los fundadores del Partido Comunista de EE.UU. Esa misma noche soñó con su madre, Naomi Ginsberg, una judía rusa y comunista muerta en 1956, en una casa de locos, después de años de encierro. A la mañana siguiente, desnudo en su habitación del hotel escribió que la tragedia de su madre nacía del error de haberse quedado a vivir en EE.UU. Ginsberg cree que Naomi debió volver a Rusia después de la revolución para vivir en el estado de los trabajadores y no formar una familia con un profesor de Nueva Jersey para perder la cabeza desgañitándose contra el capitalismo, de hecho, escribe: “en realidad, mi familia pertenecía en un pequeño departamento de Moscú, donde todos trabajaríamos como profesores y contadores”.

La idea de visitar la Amazonía se frustró al conocer el estado de los caminos y el tiempo que le tomaría ir y volver a La Paz, pero eso no impidió a Ginsberg explorar los alrededores de Sorata en camiones cargados de plátanos y campesinos a través de estrechos caminos que descendían por valles nublados que le hicieron sentir que flotaba entre las nubes. Volvió a La Paz y luego partió a Coroico, lugar que utilizó como base de operaciones para visitar la selva de Caranavi, donde se maravilló con los loros y pasó las noches durmiendo junto a la mano de obra de las cosechas. Sus pies estaban ampollados y adoloridos por causa de unos zapatos de trabajo nuevos y sufría la pérdida de un abrigo lleno de medicinas y mapas en un bus. Luego, las emprendió al valle de Chulumani donde, según el dueño de la hostal en Coroico, podía escucharse el silbido de una hormiga. Como corolario de su recorrido selvático anotó en su diario: “Me estoy viendo a mí mismo, mientras exploro Bolivia, estoy visitando un área de mí mismo”.

En La Paz, la noche del viernes 15 de abril, se encontró con el vía crucis y la representación del martirio de Cristo, una procesión que transportaba una efigie amarillenta y llena de heridas del nazareno, que pasó por la plaza Murillo rumbo a la Catedral acompañada de una banda militar y una silenciosa multitud formada por indígenas y políticos de lentes oscuros. La imagen de un judío barbudo de treinta y tres años, la exacta edad de Ginsberg en ese momento, cargada en andas por indígenas, un cuerpo martirizado que parecía flotar sobre la multitud y los techos coloniales, no pasó desapercibida para el poeta que, a su narcisa manera, se identificó con el Cristo sufriente de los indígenas bolivianos.

La mañana siguiente partió a Palca por el día. La lluvia, las resbalosas carreteras y un grupo de indígenas borrachos que llevaban la wiphala y agitaban mástiles blancos sobre sus cabezas lo intimidaron. Esa noche, en un café de la calle Comercio vio a dos intelectuales debatir sobre la situación política mientras en otra mesa un hombre solo, idéntico a su hermano Eugene, se hundía bajo el peso de una tragedia personal, con anteojos y una calva incipiente.

El domingo de resurrección, después de ver en el cine Escenas de la vida, pasión y muerte de N. S. J. C., una película muda y en blanco y negro, escribió un poema donde, acongojado, pide por la muerte del esqueleto sonriente que frustra las políticas estatales que podrían liberar al pueblo boliviano, pese a los discursos llenos de esperanza que había escuchado un par de días antes, disparados desde los balcones del palacio de gobierno. En este poema Ginsberg se ve a sí mismo como uno más entre los ocho millones de bolivianos, un enjambre de Cristos que esperan el fin de su sufrimiento, su muerte y resurrección.

La estadía de Ginsberg en La Paz acabó el veinte de abril cuando tomó un bus de madrugada en la intersección de las calles Buenos Aires y Tumusla. No se detuvo en Tiahuanaco y siguió de frente hasta Desaguadero, donde veinte buses esperaban la apertura de la puerta que los dejaría ingresar al Perú. La última imagen de Bolivia que registró en sus diarios fue la de un cementerio ruinoso donde, en medio de un centenar de tumbas anónimas, solo una conservaba su nombre intacto. Un hallazgo que lo conmovió.


Rodrigo Olavarria

Rodrigo Olavarría es un escritor y traductor nacido en Puerto Montt, Chile, en 1979. Es autor del libro de poesía La noche migratoria (2005), las novelas Alameda tras las rejas (2010) y Cuaderno esclavo (2017); y el ensayo Apuntes sobre identidad de clase y canción chilena. Ha traducido al español a autores como Kate Briggs, Anne Boyer, Gertrude Stein, Allen Ginsberg, William Burroughs, Herman Melville, Eileen Myles, William Hazlitt, Edgar Lee Masters, entre otros. Para el teatro ha traducido obras de Tennessee Williams, Arthur Miller, David Rabe, John Patrick Shanley, Eric Bogosian y Sam Holcroft entre otros. También tradujo al inglés la poesía de Rodrigo Lira en colaboración con Thomas Rothe. Suele escribir sobre literatura, cine y música en Revista Santiago.