UN BAILE DE MÁSCARAS


Martín Buceta

INTRODUCCIÓN

Es conocido que Proust era un escritor compulsivo de cartas. Juan de Sola, en su prólogo a la Correspondencia 1914-1922 anota que,

[p]oco antes de terminar su monumental edición de la Correspondance de Proust, Philip Kolb estimaba que las más de 5000 cartas que había logrado reunir no suponían más que una vigésima parte del total. Quizá la cifra puede sonar un tanto exagerada, pero lo cierto es que el autor de la Recherche fue un corresponsal compulsivo, maniaco, que en muchos casos se sirvió de la carta como herramienta no ya complementaria, sino directamente sustitutiva de la conversación personal: lo mismo la usaba para precisar unas palabras escritas o pronunciadas apenas unas horas antes, que para añadir lo que no había sabido o querido decir cuando tocaba (2017, p. 9).

 

Dentro de este mar de cartas existe una muy especial que dirige a Jacques Rivière -quien sería más adelante el principal propulsor para que el segundo y los subsiguientes tomos de la Recherche se publiquen en la Nouvelle Revue Française (NRF)- dicha misiva es enviada luego de que Rivière haya leído Por la parte de Swann. Proust no puede contener la alegría que le produce haber encontrado a alguien que haya entendido su novela y a principios de febrero de 1914 le escribe: “¡Al fin encuentro un lector que intuye que mi libro es una obra dogmática y una construcción!” (Proust, 2017, p. 49). Esta expresión de alivio se debe a que la publicación del primer tomo de la Recherche supuso una suerte de odisea para el literato francés ya que incluyó varios rechazos editoriales y tuvo que pagarla de su propio bolsillo a Grasset (quien confesaría en el futuro haberlo publicado sin siquiera leerlo). Hoy sabemos, además, por la correspondencia de Proust, que luego de publicada la novela pagó por reseñas favorables. Sin embargo, la plata no lo compra todo y la crítica fue despiadada: ¡qué podía escribir un hombre que era una figura reconocida en los salones, vivía de noche y dormía de día y era un escritor aficionado y mundano! Por esto se comprende ese tono alegre y aliviado de la carta de Proust a su amigo.  No sabemos qué decía la carta de Rivière a la que él responde porque no ha sido encontrada, pero intuimos que en ella se reconocía la intención fundamental que el mismo Proust explicita también en su respuesta en la que también puede leerse:

 Como artista, me ha parecido más honrado y más delicado no dejar ver, no anunciar que si salía en busca de algo era de la Verdad, ni en qué consistía para mí. (…)

 No, si no tuviera creencias intelectuales, si simplemente bus­cara rememorar y solapar estos recuerdos con los días vividos, no me tomaría, enfermo como estoy, la molestia de escribir. Pero no he querido analizar esta evolución de un pensamien­to de un modo abstracto, sino recrearla, hacerla vivir. Estoy por tanto obligado a pintar los errores, sin creer tener que decir que los considero errores; qué le voy a hacer, si el lector cree que los considero la verdad. El segundo volumen acentuará este malen­tendido. Confío que el último lo disipará. (Proust, 2017, pp. 49-50).

 

¿Cuál es el pensamiento del que Proust quiere mostrar la evolución, recrear, hacer vivir en su obra? ¿Por qué no decirlo y ya? ¿A qué errores se refiere? Esta intención de Proust de no dar a conocer la “teoría” que subyace a la obra, ese pensamiento que no busca analizar sino recrear mediante la novela, es la que dará lugar a la introducción de pasajes en la Recherche como: “El arte verdadero no tiene que hacer tantas proclamas y se realiza en medio del silencio. (…) De ahí la grosera tentación para el escritor de escribir obras intelectuales. Gran falta de delicadeza. Una obra en la que hay teorías es como un objeto sobre el que se deja la etiqueta del precio” (Proust, 2005c, p. 763). Ahora bien, ¿cuál es la etiqueta que Proust no quiere dejar en la obra sino hacerla vivir allí? ¿De qué se trata aquella idea que ha de desarrollarse en su novela y que, aún más, nos puede generar un malentendido que se acreciente y se disipe al final? En otras palabras ¿qué es lo que Rivière supo ver y mereció la felicitación proustiana?

 

 

LAS IDEAS SENSIBLES Y LA PINTURA DE LOS ERRORES

Sabemos que inmediatamente después de concluir la escritura del primer tomo, Por la parte de Swann, Proust escribió la última parte del último tomo, aquel famoso baile de máscaras en que el Narrador se enfrentará con el paso destructor del Tiempo y su acción artística sobre los cuerpos humanos. Este suceso nos habla de una planificación por parte del escritor que no quería dejar librado al azar el devenir de su obra y que fijaba un horizonte claro hacia el que avanzar, un final ya escrito. Pero ¿qué sucede entre el primer tomo y la última parte del séptimo? ¿Por qué Proust escribió lo que se conoce como el “entredós” si ya tenía el final de su historia?  Justamente porque quería hacer vivir en la obra un pensamiento, recrearlo. En ese entredós nos enfrentamos a una escritura frenética, fuera de todo límite, algunos hablan de una pulsión narrativa del Narrador, incontrolable, desbordante. Allí el Narrador da cuerpo a la idea, la materializa, la hace existir en el texto.

El tema central de la narración, aquella tesis que el Narrador no quiere explicitar sino hacer vivir, es la idealidad sensible. Esa tesis aparece en diversos momentos de las desventuras del héroe y se cristaliza en aquel pasaje final del baile de las máscaras. La búsqueda del pasado, del tiempo perdido -ya nos fue explicitado por Marcel en su carta- es una búsqueda de la Verdad. Esa verdad no es otra cosa que la expresión del mundo circundante en que he habitado, ese mundo efímero que se ha perdido en tinieblas y sobre el que es preciso echar luz para poder recuperarlo. Pero ¿con qué finalidad? Y ¿cómo? La Recherche proustiana es una búsqueda de cohesión personal, un intento por dar coherencia a la historia de una vida que se fuga por el drenaje del tiempo y que parece escabullirse como agua entre las manos. Mas, ¿cómo se detiene el torrente?, ¿cómo se fija el tiempo fluyente? Las armas proustianas son la memoria y la literatura, una recupera, la otra cristaliza.

Abordemos, en este primer punto, la idealidad sensible. Es conocido el pasaje en que el Narrador explicita aquello que sucede a Swann al oír la sonata de Vinteuil.

 

Estos encantos de una tristeza tan íntima eran precisamente los que la pequeña frase trataba de imitar, de recrear, llegando a captar, a volver visible su esencia (…) En su pequeña frase, aunque presentase a la razón una superficie oscura, se advertía un contenido tan consistente, tan explícito, al que prestaba una fuerza tan nueva, tan original, que quien la había oído la conservaba dentro de sí en pie de igualdad con las ideas del entendimiento. (…) Swann no andaba, por tanto, muy descaminado al pensar que la frase de la sonata existía realmente. Claro que, humana desde esta perspectiva, pertenecía sin embargo a un orden de criaturas sobrenaturales y que nunca hemos visto, pero que, pese a todo, reconocemos extasiados cuando algún explorador de lo invisible consigue captar una, traerla desde el mundo divino al que él tiene acceso, para que brille unos instantes en el nuestro. Eso es lo que Vinteuil había hecho con la pequeña frase. Swann advertía que el compositor se había limitado, con sus instrumentos de música, a quitarle el velo, a volverla visible (…) Swann escuchaba todos los temas dispersos, destinados a entrar en la composición de la frase, como las premisas en la conclusión necesaria: asistía a su génesis. «¡Qué audacia!, se decía; acaso tan genial como la de un Lavoisier, o de un Ampère, la audacia de un Vinteuil experimentando, descubriendo las leyes secretas de una fuerza desconocida, llevando a través de lo inexplorado, hacia la única meta posible, los invisibles corceles en que confía y que nunca podrá ver». (Proust, 2005a, pp. 310-312, el subrayado es nuestro).

 

Al relatar el pasaje en que el amor de Swann es expresado en la sonata de Vinteuil, Proust describe las ideas sensibles indicando que dichas ideas son: “ideas veladas por tinieblas, desconocidas, impenetrables para la inteligencia, mas no menos perfectamente distintas unas de otras, no menos desiguales entre sí en valor y significado” (2005a p. 310). Estas ideas tienen una novedad desafiante desde una perspectiva filosófica. Las ideas siempre se han pensado como abstracciones, desmaterializadas, en aquel cielo inteligible platónico. Sin embargo, la propuesta proustiana es de otro tenor.

Maurice Merleau-Ponty explora el problema de la idealidad sensible en un libro que queda inconcluso por su repentina muerte, en aquel texto, titulado Lo visible y lo invisible, el filósofo francés escribe que “nadie ha superado a Proust en la fijación de las relaciones entre lo visible y lo invisible, en la descripción de una idea que no es lo contrario de lo sensible, sino su doblez y profundidad” (Merleau-Ponty, 1964, p.134). Lo que Proust dice de las ideas musicales lo dice también de todos los entes de la cultura, ellos hacen comunicable una esencia. “La literatura, la música, las pasiones, pero también la experiencia del mundo visible, son, no menos que la ciencia de Lavoisier y de Ampère, la exploración de un invisible y, como ella, develamiento de un universo de ideas” (Merleau-Ponty, 1964, pp. 193-194). Pero estas ideas no pueden ser desprendidas de lo sensible ni erigirse en positividad secundaria. En estos casos no hay visión sin pantalla. Esas ideas nos serían inaccesibles sin un cuerpo y sin sensibilidad porque justamente a través de ellas nos son dadas, se dan en la experiencia carnal, allí encontramos la ocasión de pensarlas y en ella detentan su autoridad, su poder fascinante e indestructible. Ellas están en trasparencia detrás de lo sensible como el enlozado de una pileta es percibido a través del agua y no a pesar de ella -explica Merleau-Ponty en El ojo y el espíritu-. Son ideas “veladas por tinieblas” que aparecen “bajo un disfraz”.  Las ideas sensibles -dice Merleau-Ponty (1964)- “son la textura de la experiencia” (p. 110) así como la nervadura de la hoja la sostiene desde dentro, estas ideas se trasparentan en el entramado de la experiencia y no pueden ser desprendidas de ella, son lo invisible del mundo, su doblez y profundidad.

Esta idealidad sensible Merleau-Ponty la descubre al contacto con la obra proustiana, es allí donde deslinda la noción de ideas veladas por tinieblas, por ello mencionaba que nadie mejor que Proust había conocido la relación entre lo visible y lo invisible. En particular, este modo de presentación de la experiencia es aquel que el Narrador aprende en su visita al atelier de Elstir. En A la sombra de las muchachas en flor el joven Narrador conoce a Elstir y visita su lugar de trabajo, allí descubre que “los raros momentos en que vemos la naturaleza tal cual es, poéticamente, de esos momentos estaba hecha la obra de Elstir” (Proust, 2005a, p. 735). El pintor logra captar la esencia en su estado originario, es decir, antes de ser clasificada, conceptualizada, por la inteligencia. Toda la obra del pintor ficticio de la Recherche supone “el esfuerzo de no exponer las cosas tal como sabía que eran, sino según esas ilusiones ópticas de que está hecha nuestra primera visión” (Proust, 2005a, p. 737). Esta técnica aprendida en el atelier de Elstir es la que el joven Narrador adquiere para sí en la novela de la que es autor y es, asimismo, la que Proust confesaba a Rivière en la carta más arriba citada como “pintura de los errores”.

La técnica de la “pintura de los errores” es la particular manera que tiene Proust de concebir el arte y es delineada la primera vez que el Narrador se refiere a Elstir en la historia. Él piensa: “Mme. De Sévigné es una gran artista de la misma familia que un pintor a quien yo habría de encontrar en Balbec y que ejerció una influencia muy profunda en mi visión de las cosas, Elstir. En Balbec me di cuenta de que una y otro nos presentan las cosas siguiendo el orden nuestras percepciones, en lugar de empezar a explicarlas por su causa” (Proust, 2005a, p. 579). La técnica de presentar las cosas siguiendo el orden de las percepciones que el Narrador aprende en el atelier de Elstir, y que da en llamar “pintura de los errores”, implica que esos “errores” no son negativos sino que constituyen un acercamiento auténtico al ser bruto.

Lo que Proust busca es -como Ruskin contaba sobre Turner- pintar aquello que se ve y no lo que se sabe, existe en esta actitud un acercamiento al mundo originario despojado de las nociones de la inteligencia. Esto podría a priori parecer un error, pero la esperanza de Proust reside en que ese malentendido sea disipado en el último tomo en que advirtamos que esas largas descripciones son la “pintura de los errores” que implicaban un acercamiento al ser bruto, una expresión de aquel mundo percibido y no diseccionado por la inteligencia. Anne Simon descubre también esta intención del Narrador y señala que lo que hay en su expresión es “una tentativa por restaurar un mundo sin rupturas. La ilusión no es un error a superar sino un momento privilegiado de nuestra unión al ser bruto” (2011, p. 100).

La Recherche proustiana está plagada de estos ensayos, esbozos, de pinturas del ser bruto. Estas pinturas lo que buscan retratar, expresar, son las mentadas ideas sensibles que estructuran nuestra experiencia como la nervadura sostiene la hoja. Esas frases-tipo, como las llama el Narrador, son las que hay que pintar, esta es la revelación que tiene Bergotte, escritor ficticio de la Busqueda, al ver Vista de Delft de Vermeer: “Así es como yo habría debido escribir, decía. Mis últimos libros son demasiados secos, habría debido pasar varias capas de color, hacer mi frase preciosa en sí misma, como este pequeño lienzo de pared amarilla” (Proust, 2005b p. 155).

 

LA LITERATURA COMO LA VERDADERA VIDA

La realidad de nuestras vidas, el transcurrir, las vivencias de nuestras conciencias se fugan constantemente hacia un pasado que parece perdido. Este existir efímero y pasajero, desesperante, se nos escapa de las manos y sentimos que es inaprensible. Sin embargo, para el Narrador existe aún una tabla para el naufragio de la existencia, la tabla del arte.

Una hora no es solo una hora, es un vaso lleno de perfumes, sonidos, de planes, de climas. Lo que llamamos realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos rodean simultáneamente (…)  relación única que el escritor debe encontrar para encadenar por siempre en su frase uno a otro los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, la verdad solo empezará en el momento en que el escritor coja dos objetos distintos, plantee su relación, análoga en el mundo del arte a lo que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos indispensables de un bello estilo. Incluso cuando, como en la vida, acercando una cualidad común a dos sensaciones, libere su esencia común reuniendo una y otra para sustraerlas a las contingencias del tiempo en una metáfora. La naturaleza misma ¿no me había puesto, desde este punto de vista, en el camino del arte? (Proust, 2005c, p. 769)

 

La realidad se forma en la memoria. La realidad no es nunca el momento presente sino la relación entre las sensaciones circundantes y los recuerdos que nos rodean simultáneamente. Cada momento vivido se fuga hacia el pasado constituyendo un complejo de sensaciones e impresiones a las que debo volver mediante la memoria. Cuando hablo de tal o cual realidad, cuando me refiero a tal o cual momento, siempre me dirijo al pasado, aunque sea esta frase que acabo de pronunciar y que ya forma parte de lo que los fenomenólogos llamarían retenciones. Arte es entonces la tabla para el naufragar en este mar inestable de sensaciones y recuerdos, es mediante su obrar que logro recobrar ese pasado, cada vez más lejano, en su esencia fuera del tiempo mediante una metáfora que reúna los elementos comunes.

Proust se lanza hacia esa búsqueda mediante una construcción literaria. Pero ¿cómo comprende esta forma de arte particular? ¿qué es la literatura para Proust? El Narrador nos dice:

La grandeza del arte verdadero (…) consistía en volver a encontrar, en volver a captar, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que gana más espesor e impermeabilidad el conocimiento convencional con el que la sustituimos, esa realidad que corremos el riesgo de morir sin haber conocido, y que es simple y llanamente nuestra vida.

La verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura. (Proust, 2005c, pp. 774-775)

 

La literatura es la forma de recobrar el pasado, de hilarlo, de cristalizarlo, no en términos cinematográficos -dice Proust- como un conjunto de imágenes continuas que se aleja de lo verdadero cuanto más quiere acercarse a ello, sino en su esencia. La literatura como narración es un modo de dar coherencia y cohesión a las vivencias del pasado, recobrarlas en un texto para cristalizarlas y expresarlas en un tejido más liviano que el de la percepción, el del lenguaje. La vida es efímera, pasajera, escurridiza, inaprensible. La literatura, en cambio, es la verdadera vida, la vida al fin descubierta y esclarecida, la vida expresada, la vida al fin, plenamente vivida.

Para ilustrar esta concepción nos remitiremos a un pasaje de la Recherche en que es posible advertir la expresión de una idea sensible. Dicho pasaje es el que refiere la agonía de la abuela del Narrador y su posterior muerte.

La abuela del Narrador sufre de uremia. Los valores elevados en sangre generan trastornos que hacen mutar a su abuela al punto de tornarla irreconocible. Ella, a causa de su enfermedad, se ve despojada de las facultades más primitivas y el Narrador lo expresa así:

Hubo un momento en que los trastornos de la uremia atacaron los ojos de la abuela. Durante varios días no vio absolutamente nada. Sus ojos no eran en absoluto los de una ciega y seguían siendo los mismos. Y sólo comprendí que no veía por lo raro de cierta sonrisa con que nos recibía desde que se abría la puerta hasta que se le cogía la mano para saludarla, sonrisa que empezaba demasiado pronto, y se quedaba estereotipada en sus labios, fija, pero siempre de frente y tratando de ser vista desde todas partes, porque la mirada no le ayudaba ya a regularla, a indicarle el momento, la dirección, a ponerla en el punto exacto, y hacerla variar a medida que la persona que acababa de entrar cambiaba de sitio o de expresión; porque se quedaba sola, sin una sonrisa de los ojos que hubiese desviado un tanto de ella la atención del visitante, y asumía así, en su torpeza, una importancia excesiva, dando la impresión de una amabilidad exagerada. Luego la vista volvió por completo; de los ojos, el mal nómada pasó a los oídos. Durante varios días, la abuela estuvo sorda. Y como tenía miedo de verse sorprendida por la entrada repentina de alguien sin que le hubiese oído llegar, a cada momento (aunque acostada del lado de la pared) volvía bruscamente la cabeza hacia la puerta. Pero el movimiento del cuello era torpe, por la imposibilidad de acostumbrarse uno en unos pocos días a la transposición, si no de mirar los ruidos, por lo menos de escuchar con los ojos. Finalmente, los dolores disminuyeron, pero aumentó la dificultad del habla. Nos veíamos obligados a hacer repetir a la abuela casi todo lo que decía.

Ahora, dándose cuenta de que ya no la comprendíamos, la abuela renunciaba a pronunciar una sola palabra y permanecía inmóvil. Cuando me veía, tenía una especie de sobresalto, como esas personas a las que de pronto les falta el aire, quería hablarme, pero sólo articulaba sonidos ininteligibles. Dominada por su misma impotencia, dejaba caer entonces la cabeza (…). Un día que la habíamos dejado sola un momento, la encontré, de pie, en camisón, tratando de abrir la ventana.

En Balbec, un día en que habían salvado, contra su voluntad, a una viuda que se había tirado al agua, la abuela (movida acaso por uno de esos presentimientos que a veces leemos en el misterio, tan oscuro sin embargo, de nuestra vida orgánica, pero en el que parece reflejarse el porvenir) me había dicho que no conocía crueldad comparable a la de arrancar de la muerte, para devolverla a su martirio, a una desesperada que la había querido.

Apenas nos dio tiempo a sujetar a mi abuela, que sostuvo contra mi madre una lucha casi brutal (…) (Proust, 2005b pp. 297-298)

 

El mal nómada la deja sin ver, sin oír, sin poder hablar. La abuela queda reducida a una condición lamentable, a una prisión definida por los límites que fijan sus sentidos, cada vez más lejos del mundo humano, cada vez más muerta, incluso intenta tomar la drástica decisión de terminar con su vida. La narración de Proust recoge detalles que hacen a la esencia de la enfermedad y expresan la terrible experiencia del doble descubrimiento de la senilidad y los fallidos intentos de ocultar dicha condición que el Narrador advierte en el fingir de su abuela. Primero, la sonrisa que no dirige a nadie para disimular la ausencia de su visión, luego, aquellos repentinos giros de cabeza para ocultar la sordera y, finalmente, la renuncia absoluta a las mímicas que buscan ocultar la condición cada vez más pujante de su enfermedad. El Narrador asiste a la degradación de aquella figura imponente de su niñez: la mujer que todo podía calmar con sus caricias, la salvífica diosa que lo había librado del temor de su primera noche en el hotel. Ve derrumbarse esta figura que parecía inquebrantable y que era en su vida fuente de seguridad y cuidado.

Cercano al desenlace final, cuando ya no puede imaginarse una degradación más significativa, la enfermedad realiza la transformación definitiva de su abuela al punto de que el Narrador relata que al entrar en su habitación encontraron:

Inclinada en semicírculo sobre el lecho, una criatura totalmente distinta de mi abuela, una especie de animal que se hubiera disfrazado con su pelo y acostado entre sus sábanas, jadeaba, gemía, sacudía las mantas con sus convulsiones (…). Tanta agitación no se dirigía a nosotros, a quienes no veía ni reconocía. Mas, si ya sólo era un animal lo que allí bullía, ¿dónde estaba mi abuela? (Proust, 2005b pp. 325-326).

 

La enfermedad opera una transformación que desemboca en un punto de no retorno, el Narrador ya no reconoce en el cuerpo que allí se presenta al ser tan querido en el pasado, ¿dónde estaba su abuela?, ¿era acaso aquel ser desfigurado, transformado por el paso de una enfermedad que la había cambiado hasta en sus caracteres más propios? El animal que allí yacía tenía la apariencia de su abuela, pero no era ella, era una criatura absolutamente distinta.

Esta es la pintura proustiana de la agonía de su abuela, es su particular modo de expresar literariamente una vivencia que parecía perdida pero que por obra de la literatura puede ser recobrada en sus redes y cristalizada como un recuerdo recuperado, un pedazo de tiempo en estado puro, una verdad del mundo vivido y ahora, finalmente, recobrado.


Martín Buceta

Es profesor y licenciado en filosofía por la Universidad del Salvador (USAL), doctor en filosofía por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y becario postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Es autor de Merleau-Ponty lector de Proust: Lenguaje y verdad (SB, 2019) y de Camus, Sartre, Baricco y Proust. Filósofos escritores & Escritores filósofos (SB, 2021), de diversos artículos académicos en relación a su línea de investigación actual que aborda la posibilidad de elaborar una filosofía de lo sensible a partir de un acercamiento fenomenológico al lenguaje literario, y es editor responsable de Metis. Revista interdisciplinaria de fenomenología. Además, se desempeña como profesor adjunto de Fenomenología y Hermenéutica en la carrera de Filosofía de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES) y de Fundamentos de Filosofía de la carrera de Psicología de la misma casa, también es profesor adjunto de Ética y sus fundamentos en la carrera de Ingeniería en Alimentos de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA). Actualmente indaga sobre los vínculos entre filosofía y literatura, profundizando con especial atención en las obras de Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty y Marcel Proust.