Proust y los placeres: escenas y un dueloA 100 años de su muerte.


WALTER ROMERO

1.Sobre el destino de nuestras sexualidades Marcel Proust (1871-1922) ha escrito en todo su ciclo capital de siete tomos cuyos últimos volúmenes  —en su final ascesis existencial— vieron la luz luego de su muerte. Su literatura no sólo está atravesada por la homosexualidad (de signo masculino y femenino), sino por los andariveles menos tipificados de nuestros deseos: una naturaleza humana cercana a una sexualidad difusa, placeres clandestinos y trasposiciones del sujeto que, en sus múltiples travestimientos, son materia crucial (y especular) de En busca del tiempo perdido. El Narrador sensualista e hipersensible y una panoplia de personajes —como así también entornos y círculos sociales— están teñidos de una savia libidinal que busca cauce de manera sinuosa y equívoca, dejando en claro a su vez que nuestras relaciones todas se rigen por pulsiones que más que guiarnos nos someten.

 

2. Montjouvain y la chambre 43. En el fondo oscuro de esa pesquisa del todo proustiana en torno al enigma obsesivo sobre las sexualidades — y que hace punctum en la figura de Albertine (el personaje más nombrado de todo el ciclo) —, hay una profanación. En la ficción, la escena sáfica de Mlle. de Vinteuil y su amiga deshonrando un retrato paterno permite desenrollar un hilo de intrigas sexuales que torturan a ese Narrador voyeur que ve lo que sus ojos no acreditan estar viendo. La gran busca del texto es sobre la verdad íntima de ese sujeto que enuncia y que se pasma ante aprendizajes y revelaciones a las que el Tiempo y su curiosidad fisgona lo llevan. En la vida real de Proust, como un reverso, es fama que ayudó como mecenas a Albert Le Cuziat (que ya había abierto un “établissement des bains”) a poner en marcha una “maison de passe” en el Hotel Marigny (11 rue de l’Arcade) donde Proust cedió parte del mobiliario familiar que había pertenecido a su madre. La profanación es el “background” de futuras tensiones lúbricas. El padre o la madre vituperados, bajo la mediación objetual de un cuadro o un mueble, habilitan un enjambre de signos que produce narración. En lo real, en ese burdel de invertidos que Proust ayudó a crear, los empleados y clientes lo conocían como “el hombre de las ratas”, por su afición a hacerse traer una jaula con esos animalitos a los que gustaba azuzar hasta clavarles agujas en la cabeza; en la ficción, en la chambre 43, el barón de Charlus se entrega como si se tratase de una cámara de tortura, a una sesión sadomasoquista en la que será amarrado y flagelado: una vez más el Narrador observa la escena sin ser visto. Sangre, cadenas, instrumentos de hierro y moretones son marcas de una violencia que asemeja un crimen.

 

3. Charlus y Jupien. Si hay un alter ego de Proust en la Recherche es el barón de Charlus, emperador del deseo. Su figura atraviesa todo el ciclo y es parte de una de las epifanías finales, punto clave donde el Narrador comprende, en su lento aprendizaje, las sorpresas que el Tiempo nos tiene reservadas, sobre nosotros mismos y sobre los otros. Nada es estable en el mundo de Proust, por la acción a la vez destructora y esclarecedora del Tiempo que, en una suerte de “doble arnés”, se cierne letal y revelador sobre nuestras vidas: Proust parece alertarnos, en la escena final de la “matiné de los Guermantes”, que a todos nos espera nuestra propia y ontológica “matinée” que develará en nuestra vejez o cerca de ella —o acaso a cada instante en la autoconciencia del paso del Tiempo para todo aquel que haya leído Proust—, una máscara que el destino nos tiene reservada y que desconocemos en su ulterior irradiación. Acaso en Charlus, Proust enmascara y exorciza lo que la pensadora feminista Kosofsky Sedgwick definió como “el drama del armario”: hacer de la homosexualidad un tema literario obsesivo sin poder el mismo Proust transgredir el orden impuesto sobre la “raza maldita”. El Narrador será —más que un voyeur— un espía siempre transfugado que, desde una localización que nos remite en parte a la forma estrecha y entreabierta de un armario, observa una escena y postula su teoría sobre los “Hombres-Mujeres” y su “mimetismo complementario”. El flirteo y la consumación carnal entre Charlus y Jupien, el chalequero, a la que el Narrador “asiste”, aporta metaforizaciones sobre la inversión sexual que no ahorra transformar a ese episodio del patio de Guermantes en una modélica cristalización sobre un tipo para Proust nodal de apareamiento masculino: cómo el abejorro fecunda a la orquídea. El lector consume el bailoteo de las miradas entre Charlus y Jupien que pronto estarán tan cerca como para emitir gemidos que al Narrador le resulten de una belleza insólita. Esta escena, conocida por otra parte como la de “les deux muets”, dice más del Narrador que de sus protagonistas: el sutil regodeo descriptivo, la imperiosa necesidad de intelegir el acto carnal y sus indicios, y, la sorpresa del hecho en sí (a modo de dilatada anagnórisis) conforman un núcleo de acercamientos tentativos sobre la sexualidad de los invertidos, cuya casta será puesta en parangón con la judeidad. El Narrador descubre que existe una cofradía del “vicio” por fuera de la sociabilidad usual: una secta repleta de códigos donde las identidades asumen movilidades y representaciones insospechadas. La inversión sexual es para Proust extraordinario juego de roles: su mutante puesta en abismo le revela al Narrador implicancias de vértigo e interrogación.

 

4. La danza de los senos. Es fama que el personaje omnipresente de Albertine —centro de la obra, si es que esta obra tiene acaso un centro en sus desbordes y continuas arborescencias— está inspirado en Alfred Agostinelli, chofer de Proust. Agostinelli parece estar del todo traspuesto en la figura de Albertine en la que Proust enmascara un enamoramiento que no tuvo contraparte. A los 26 años, en su segundo vuelo en solitario, el chofer, afecto a la aviación cuyas clases pagaba Proust rigurosamente, se desploma en las aguas de Antibes. Este drama ocurrido en 1914 reformula la obra toda: Proust decide que su novela —a partir del tomo segundo que le valió el premio Goncourt — gravite en ese personaje emblemático, nacido de una obsesión y una desgracia. El Narrador se devanea en los celos enfermizos por Albertine, ambigua y andrógina, al confrontarse con el fantasma de los deseos sáficos; deseos del todo incomprensibles, que encierran el enigma mayor o la más absoluta de las otredades: el amor entre mujeres. Sodoma o la homosexualidad masculina es más legible, más fácil de entender; las “hijas de Gomorra”, o el mundo de Lesbos, entrañan un dilema que acaso “resume” la obra de Proust en un postulado crítico: qué lleva a una mujer a amar a otra. Desde su aparición como grupete de “muchachas en flor”, Albertine y sus amigas envuelven en su paso por la diáfana rambla de Balbec, de una atmósfera de complicidad que pone al Narrador más nervioso en su enfermiza neurastenia. Más tarde, la escena de la “danza de los senos”, mediada por las apreciaciones médicas del doctor Cottard, avivan las dudas y agitan el malestar sobre cómo se logra el placer en ausencia del falo: ¿cómo puede un seno volverse tan pungente como para echar por tierra las angustias de la castración?

 

5. Las chanzas difundidas en torno a la homosexualidad de Proust y sus amoríos con Lucien Daudet llevaron a que Marcel desafiara a duelo a Jean Lorrain, su difamador. El arma elegida fue un “pistolet de tir”; dos balas fueron dispuestas en el bosque de Meudon el 5 de febrero de 1897. Cada duelista llevó dos padrinos esa fría y lluviosa mañana. Proust apuntó al suelo y Lorrain al aire. El episodio, de común acuerdo, puso fin al diferendo. Los placeres y las sexualidades que Proust puso en el tapete —en particular en esa gran “enciclopedia de la inversión” que es toda la Recherche y el entreverado dispositivo entre el Proust real y el Narrador — nos siguen interpelando.-


Walter Romero

Es poeta, traductor y profesor universitario. Doctor en Letras (UBA). Desde 1997 integra la cátedra de Literatura Francesa de la UBA. Es investigador de la Universidad Nacional de La Plata y de la Universidad de Valencia. Es profesor titular del Colegio Nacional de Buenos Aires. Ha sido becario del Gobierno de Canadá (2012), del Gobierno de Francia (2010) de la Fundación Carolina (2003), de la Rotary Foundation (1995) y de la Unione Latina (1992). Es director del Instituto de Investigaciones en Humanidades (IIH) “Dr. Gerardo H. Pagés”. Prologó y/o tradujo, entre otros, a Racine, Sade, Maupassant, Apollinaire, Vian, Bonnefoy. Kristeva, Rancière, Bon y Copi. En poesía ha publicado Estriado y El niño en el espejo. Parte de su obra ensayística está compilada en Escrituras del Otro en autores de la literatura francesa (comp.) y en su Panorama de la literatura francesa contemporánea. Sus estudios sobre traductología se incluyen en Traducir Poesía (dos tomos). Es colaborador habitual del Suplemento Soy del Diario Página/12. Ha publicado más de cincuenta artículos sobre literatura francesa y francófona en medios nacionales e internacionales. Su último libro es La poética teatral de Alain Badiou. De Ranas de Aristófanes a Citrouilles (2018), primer estudio en español sobre la teoría teatral del filósofo y dramaturgo francés.