Primavera Potpourri


MARÍA LEGUIZAMÓN

San Telmo es un barrio porteño de pulso vital poderoso.

Sus mercados de pulgas y anticuarios acumulan artefactos aislados del trajín del presente.
Tienen el aura de templos herejes que rinden culto a objetos del pasado. Antigüedades. Trastos en desuso hundidos en la huella de una forma singular de la desidia o de la sofisticación construida en el borde de los ojos del arte, y también de sus restos.

Pienso en el olor de los anticuarios y lo asocio a la madera expuesta al tiempo, y a los reflejos de la luz intrépida sobre el metal de plata que tal vez perteneció a alguien que supo usarlo para servir el té.

Anoche mantuvieron sus luces prendidas fuera del horario que sostiene el hábito cotidiano del trabajo. Abrieron sus puertas hasta bien entrada la noche, sitiados por la música de jazz y el aire caliente que soplaba desde el asfalto.

La atmósfera de las calles es muy distinta a esos interiores donde aún vive el pasado. La calle es bien distinta cuando reúne a la gente que escucha, baila y festeja.

Yo venía de un lugar de la ciudad opuesto a San Telmo y me topé con una noche colorida, que palpitaba sorprendida.

Reconstruyamos esa escena. Imaginemos a los costados de la vitrina de un anticuario, cuatro sillas en la vereda y de izquierda a derecha en ellas, una formación de músicos virtuosos. Saxo
tenor, banjo, chelo y trompeta.

Los rodeaban transeúntes, turistas con fascinación desprevenida, vecinos que se asomaban desde sus ventanas a escuchar. Yo me encontré con mi amiga Dina, que se movía suspendida en un tempo de los años cincuenta en New Orleans.

El saxo tenor tenía a dios, a las musas y al duende corriendo por la sangre de su cabeza enrojecida, por sus dedos en simbiosis con el instrumento, por su boca poseída y por un motor innombrable en el límite del abismo que le daba vida al sonido. El oxígeno es sin duda su aliado y súbdito inagotable y sonámbulo. Músico e instrumento no producían jazz, eran jazz. E invitaban a un trance generoso.
Dina, la multitud, y ahora también yo, estuvimos un buen rato suspendidos en estado musical.
Soy incapaz de poder decir cuánto tiempo pasó. El veneno se inoculaba rápido y fue innecesario cronometrar, medir, calcular.

Si anoche alguien pudiera haber sido impermeable a los sonidos negros, dejó de serlo.
El aire tibio estaba cargado de pasos de baile de swing, del golpeteo de los tacos sobre el barrio vivo, vibrante, y los cuerpos sucumbimos a la música del jazz salvaje. Bailamos. En el apareamiento musical hubo fiesta de lo sublime.

Estos son días de fines de primavera embriagada.
También son días de textos que sedimentaron como las flores de un potpourri.

En algunos países nórdicos, para prepararse ante la llegada del frío, existe el ritual de reunir y rescatar pequeños hallazgos naturales cargados de clima cálido y vigoroso que antecede al invierno. Flores, cáscaras, ramas, ramitas, gajos de frutas, que unidas potenciarán sus perfumes, colores, sus propiedades medicinales. Unas en otras en pequeños recipientes de vidrio, cerámica, o madera. Diminutos templos herejes que con sus aromas podrán evocar sensaciones anteriores al frío.

“Alguien debió conservar y cuidar con amor este jardín de gente” …
“Eso es lo que nunca será”, dice Spinetta en una de sus letras.

” Cómo harás para ver y aliviar el dolor en el jardín de gente, algún acuerdo en tu alma tendrás…”

Cuál es el acuerdo posible, me pregunto mientras presento hoy un potpourri de flores-textos que se reunieron para una estación de un año lacerante.
Aquí en el sur del sur ya es diciembre y el calor crece, pero los textos virtuosos danzan los ritmos de un baile propio, y se conjugan en una Primavera Potpourri.
Esta revista le dice gracias a :

Por el ojo de la aguja, de Mario Montalbetti.

Canción del hueso, de Guadalupe Wernicke.

Los últimos días de Silvia Plath, de Jillian Becker, en gran traducción de Federico Barea y Alejandra Escutia.

La máquina de Polimnia, de Raúl Antelo, con traducción aguda de Joaquín Correa.

La ficción transformadora, de Mariano Bello,

Y a una entrevista a Florencia Defelippe, en la que dialogamos acerca del placer y el valor inútil de hacer una revista en una época bastante maniatada por la producción de bienes cuantificables de uso rápido.

“Alguien debió conservar y cuidar con amor este jardín de gente, A Dios nunca se le ocurrirá.”
Tampoco se le ocurrirá reunir escrituras como un modo esencial del acervo.
Pero las revistas son un tipo de anticuario, una forma necesaria del archivo. En ellas suena el jazz y los rayos de sol se cuelan intrépidos sobre los metales extraños que forjan a quienes escriben.
Et Voilà el número 4 de Revista Orgyia! Y aún es primavera aunque se disfrace de verano, de error humano inevitable, de implacable niño prodigio y falaz.

“Qué dirás?
Cuando termines el bocado de tu propia flor?”
“Cómo harás para ver y aliviar el dolor
En el jardín de gente”.

Buenos Aires, diciembre de 2022,
María Leguizamón