LOS ÚLTIMOS DÍAS DE SYLVIA PLATH


Jillian Becker

TRADUCCIÓN: ALEJANDRA ESCUTIA Y FEDERICO BAREA

La muerte debe ser hermosa. Recostarse en la tierra, con el pasto creciendo por encima del cuerpo, escuchando el silencio. No tener hoy, ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida, y estar en paz.

Sylvia Plath

Había arrogancia en sus palabras. Y tristeza. Y la arrogancia
y la tristeza armonizan siempre bien.

Robert Walser.

 

 

La vida de Sylvia Plath como la percibe su público lector desde los días posteriores a su muerte es como un rompecabezas armado por la colectividad. Tomamos piezas prestadas de la gran cantidad de textos que existen asociados a ella y a su vida, tanto propios como de terceros, y pieza por pieza construimos un ente que ahora reconocemos como suyo. Sin embargo, entre tantos poemas, biografías, cartas y diarios, es fácil perder el rumbo y olvidar la parte más importante relacionada con el culto a la figura autorial: no es posible saber qué tanto de lo que tenemos a nuestro alcance es verídico, si lo es o buscaba serlo en algún momento, ya que al tratarse de un personaje tan notorio como Plath, es natural que las partes involucradas en su vida quieran aclarar puntos, cerrar ciclos, apelar a la empatía o incitar discusiones.

¿Cuál es, entonces, el propósito de la persona detrás de una biografía de la autora? Ya sea al cubrir los años de Plath como pasante en la revista Mademoiselle, su tiempo como profesora, su infancia, su matrimonio, sus últimos días, ¿qué se busca con publicar otro texto más que añadir al corpus sobre su vida y su muerte? Depende de quién responda. Desde las modificaciones realizadas a Ariel, posteriores a la muerte de Plath, pasando por la publicación de Letters Home, sus Diarios o incluso de Birthday Letters, es difícil saber qué tanto de la esencia de la autora logra pasar el filtro de estas terceras partes involucradas, quienes por ego, por ventaja, por lástima o por desesperación, sienten la necesidad de declarar verdades absolutas sobre quién fue Sylvia Plath. El torbellino de declaraciones contradictorias envuelve al público lector, que suele dejar de lado un punto vital de la obra de la autora: su capacidad narrativa, poética y literaria.

Existen tantas versiones de Plath como textos sobre ella: la niña prodigio y maliciosa, la enamorada rabiosa y desolada. La madre suicida. La hija poeta del dios salvaje. Sylvia la resentida, Sylvia la intelectual, Sylvia la arrogante. Cada una de estas máscaras impuestas –o autoimpuestas– inevitablemente permea su obra. Puede lograrse una variedad de experiencias enriquecedoras al priorizar un análisis literario de los textos de Plath por encima del biográfico; la forma y el fondo de cada texto son igualmente importantes. El drama de Sylvia es también el drama del fin de una época. En su obra, intimista y confesional se trasluce la opresión patriarcal de los años 50, la desidia de Hughes, el mal funcionamiento del sistema de salud mental, la presión que su madre ejerció sobre ella durante toda su vida. Todo lo que debía ser una catapulta culminó siendo un pozo.

Por supuesto, lo biográfico como sistema interpretativo es común en la escritura confesional, y es aún más propicio cuando se trata de un análisis póstumo. Si bien podemos leer la gran variedad de biografías sobre la autora (incluyendo este retrato que intenta reconstruir el torbellino de sus últimos días), seamos conscientes de que el armado colectivo del rompecabezas no produce una imagen nítida o concreta. Más bien, cada interpretación, cada declaración, cada juicio construye el templo místico donde ahora habita la figura autorial de Plath; ahí se encuentra, casi inalcanzable, casi incomprensible, pero siempre constante, desde mediados del siglo XX y, posiblemente, hasta la posteridad.

 

 

Alejandra Escutia y Federico Barea
Agosto, 2022

 

 


 

I

Los últimos días

 

Si vale la pena registrar los eventos en la vida de una escritora estos deben tener la virtud de haber sucedido; por lo que sería mejor anotar mis recuerdos sobre Sylvia Plath mientras los conserve. Algunos los compartí con biógrafos, pero suprimieron información o la distorsionaron, no solo con imprecisiones sino también modificándolos para probar un punto.

Conocí a Sylvia después de que ella y su esposo Ted Hughes se separaron. Rápidamente nos hicimos amigas, aunque solo por los últimos meses de su vida. Ella era solitaria, casi tan sin amigos como sin marido. Los cortesanos aduladores se fueron con el rey.

Una gélida mañana de febrero de 1963 alrededor de las dos de la tarde me llamó desde un teléfono público (ella no tenía teléfono en su departamento) y solo dijo “¿puedo ir a visitarte con los niños?”. Media hora más tarde llegó a mi casa en Mountfort Crescent justo al lado de Barnsbury Square en Islington.

Una de sus antiguas amigas estaba sentada en mi estudio. Al verla, Sylvia se detuvo en la entrada, no la saludó, ni le devolvió la sonrisa, sino que me miró abruptamente y preguntó si podía ir a acostarse. Le ofrecí un cuarto en el piso de arriba. “Me siento terrible”, dijo. Los niños jugaron con mi hija menor, Madeleine, que tenía la misma edad que Nick. Mi otra visita recordó un compromiso pendiente y se apresuró a retirarse.

Cerca de las cuatro Sylvia bajó y me dijo que “preferiría no volver a casa”. Me dio las llaves de su departamento y me pidió que le traiga cepillos de dientes, pijamas y cosas por estilo; también me pidió su vestido “elegante” azul con hilos de plata, y una bolsa de ruleros; y dos libros: una novela titulada The Ha-Ha de Jennifer Dawson y Escape from Freedom (El miedo a la libertad) de Erich Fromm.

Ella estaba alquilando los dos pisos superiores de una casa en Fitzroy Road, donde el poeta W.B. Yeats había vivido. Una placa azul en la fachada conmemoraba su estadía. Para Sylvia la asociación del lugar con él era su mayor atracción. Su ubicación era cómoda, Fitzroy Road cerca de Regent’s Park Road, que estaba rodeada de principio a fin ⎯desde Chalcot Crescent hasta Gloucester Crescent⎯ con las casas de quienes serían famosos en las artes, televisión, cine, música, ópera, teatro, sátira, fotografía, académicos, periodistas; y, hasta donde sé, en el pop, deportes y la moda también: una serie de luminarias a punto de encenderse. Cuando la revista satírica Private Eye comenzó a florecer publicaba una tira cómica llamada “N.W.1” como el código postal de la calle y sus alrededores. Con más ingenio que con malicia satirizaba las costumbres y la moral de la moda intelectual de aquel Londres que pronto cambiaría a “Swinging London”.

La casa de Yeats antes era espaciosa, pero al convertirse en un edificio de departamentos con uno en la planta baja y un “dúplex” escaleras arriba se volvió estrecha. La entrada a la sala de Sylvia se encontraba cruzando una cocina oscura en la que había una estufa a gas, con una alacena sobre la hornalla, en una esquina. La sala era el único cuarto de tamaño decente. Estaba bien iluminado. Sus dos ventanas corredizas con cortinas de corderoy rojo miraban hacía Fitzroy Road. Los muebles eran escasos. Solo un par de sillas, una biblioteca y una alfombra en el suelo, es lo que puedo recordar.

En mi primera visita, Sylvia me dijo “quiero alquilar este lugar a estadounidenses durante el verano así que debo conseguir un sillón. Los estadounidenses siempre quieren un sillón”. De un estante desvencijado tomé una simple caja de madera con las palabras POOR BOX escritas en ella y una ranura para monedas en la tapa. Puede que la haya usado como una antigüedad para decorar, puede que la haya puesto como un reproche a Hughes; o, tal vez, quería usarla para lo que era: guardar monedas. Estaba vacía. Ella dijo “Eso fue un regalo. Solía pertenecer a la iglesia cercana a Court Green” (la propiedad en Devon que ella y Hughes habían comprado).

Yo no había conocido el segundo piso de su departamento hasta la tarde en la que me pidió que le llevara sus cosas. Subiendo las escaleras a la izquierda había un letrero colgado en la puerta de su estudio: ¡SILENCIO!¡GENIO TRABAJANDO! Había una pequeña mesa y una silla, y según recuerdo, no había nada más. Ni espacio para nada más. La mesa era su escritorio. Estaba ordenada y tenía lo imprescindible: papel, un frasco con bolígrafos, y uno de los libros que me había pedido.

Encontré todo lo que me pidió para ella, y la pila de cosas para Nick que lo bebes siempre necesitan, pero no había una muda de ropa para la niña; ni en la cajonera del cuarto de los niños, ni entre la ropa para lavar, nada, solo un camisón o pijamas, no recuerdo bien. Como yo tenía tres hijas, en mi casa había una variedad de ropas de niña en diferentes talles, aunque no en la de Frieda pero podría servir. También podría lavar su ropa durante la noche y llevarla de compras, que fue lo que hice algunos días más tarde después de la muerte de su madre.

Bañé y alimenté a Frieda y Nick con Madeleine. (Mis dos hijas mayores se fueron temprano de fin de semana con su padre y su madrastra a Saint John Wood para hacerle lugar a nuestras visitas). Cuando los niños estuvieron listos para dormir calenté una sopa de pollo, un poco de carne y puré de papas con mucha leche y manteca y una ensalada y le avisé a Sylvia que me acompañara en el comedor. Las paredes estaban rayadas de rojo y dorado y en una de ellas colgaba una docena de impresiones de dibujos originales de Gibson Girl de la revista Punch. Los habían dejado los dueños anteriores. Durante su primera visita Sylvia leyó las descripciones, pero no le causaron gracia.

Ella comió muy bien. Siempre lo hacía y me daba gusto; no solo porque era un cumplido para mis habilidades culinarias sino porque comer bien la haría sentirse mejor. Como la mayoría de las madres judías, yo creía en el poder terapéutico de la buena comida, en especial de la sopa de pollo. Sin embargo, mi esposo Gerry era más maternal que yo, y se me ocurrió que Sylvia podría estar buscando su consuelo más que el mío. Pero él estaba en cama resfriado ⎯de ahí la sopa de pollo. El no se sentía bien como para bajar a cenar durante la primera noche de la estadía de Sylvia.

Ella habló amargamente sobre su esposo y Assia Wevill, la mujer con la que él vivía. Ella me preguntó qué pensaba del hecho de que el esposo de Assia, David, fuera tan pasivo en cuanto a que su esposa lo abandonara por otro hombre. Y yo le dije que no podía emitir opinión sobre ellos dado que solo los había visto una vez. Ellos venían a fiestas en nuestra casa, y una vez les dimos de cenar cuando llegaron sin invitación porque se equivocaron de fecha. Ambos eran poco expresivos. Assia parecía no tener mucho que decir. Puede que David, tuviera ideas interesantes pero hablaba tan bajo que me costaba trabajo oírlo, y nunca sentí que valiera la pena esforzar mi cuello y mi atención. Le repetí a Sylvia algo que me habían contado (la mujer que estaba en mi estudio cuando Sylvia llegó ⎯una persona con mucha imaginación, una artista del chisme). La historia era que, cuando Assia le anunció a David que lo iba a dejar y le dijo por qué, él le dio un golpe al cristal de la puerta y lo atravesó con su puño. “¿Eso fue todo?” preguntó Sylvia, negando suavemente con la cabeza como diciendo, no hay esperanza, entonces.

Ella se fue a acostar temprano, y me pidió que me sentara junto a ella. Me mostró dos frascos de pastillas y me dijo que debía tomar dos de uno a las diez, y dos del otro entre las seis y ocho de la mañana, dependiendo de la hora en que despertara. Le dejé una jarra de agua y un vaso en la mesa de noche, y alrededor de las diez interrumpí nuestra charla para recordarle tomar las pastillas. No parecieron darle sueño ni tranquilizarla. Ella siguió hablando de personas que yo no conocía como si también fueran parte de mi vida. En el mismo tono pensativo, me dijo, “sería bueno llevar a los niños al mar. Algún lugar cálido. No se han estado sintiendo bien. Desearía poder llevarlos a España. ¿Sabías que Ted la llevó a ella a España?”

“Si no tuviera que cuidar a mis hijos mayores a mitad del ciclo escolar, yo los llevaría” le dije. “Tal vez durante las vacaciones de pascua podría rentar un lugar en España o en Italia. Yo prefiero Italia”.

“Falta mucho para la Pascua”, dijo ella.

Ella me contó acerca de Court Green. No era “fácil de mantener”; había “acres de linóleo” que precisaban ser pulidos. Ella tenía una “ama de llaves”, pero aún se sentía agobiada por los quehaceres, sobre todo cuando los niños estaban enfermos. Había una chica aquí en Londres que le había prometido vivir con ella como “niñera” y ayudarla con los niños, las compras, las comidas y la ropa, pero cambió de opinión, y ahora la difícil búsqueda de alguien apto tendría que empezar de nuevo. Me contó que cuando ella y Ted se mudaron a Court Green, pensaron que iba a comenzar su vida de ensueño. Las afueras de la ciudad eran el hábitat natural de Ted. Y el suyo. Cuando los Wevill fueron a visitarlos en “ese día fatal”, era obvio que Assia no pertenecía a ese ambiente. Sylvia la miró con desdén mientras la “Señora Wevill” eligió el peor camino para hacer en tacones, entre bosta de vaca y lodo. “Es raro que usara tacones en el campo” dije yo. “Porque en la ciudad siempre la vi usar zapatos bajos”. Pero ella repitió la historia y yo acepté los tacones. Estos representaban lo que Assia era o lo que parecía ser para Sylvia y para mí: vanidosa y superficial.

Le conté a Sylvia acerca de un incidente en una de nuestras fiestas durante la primavera o inicios del verano de 1962, antes de que ella y yo nos conociéramos. Assia preguntó si podía escuchar la radio “en algún lugar silencioso” la llevé a mi estudio, encontré el programa que quería escuchar: Ted Hughes y Sylvia Plath leyendo su poesía y la dejé sola. Sylvia asintió lentamente mientras le contaba esto, como diciendo sí, me lo imagino.

Por fin se quedó dormida y me fui cuidadosamente a la doselada cama donde Gerry reposaba y roncaba. Una o dos horas después, Nick lloró y despertó a Frieda. Llevé a los dos con Sylvia y tomé un biberón de leche caliente para Nick. Cuando logramos que se durmieran de nuevo, ella volvió a su cama y yo agradecida a la mía. Pero después de una hora la escuché llamarme. Dijo que no podía dormir. “Esta hora de la mañana siempre es la peor. Me pregunto si podré tomar otra pastilla”.

“No, si no está recetada” le dije aceptando mi papel de enfermera. “Si no puedes dormir”, le sugerí, “puedes leer por un rato”. Fromm y The Ha-ha estaban a su lado.

“No estoy lo suficientemente despierta para leer”, dijo ella. “¿Ya casi es de día?”

Todavía no eran las tres.

“¿Demasiado temprano para tomar mis pastillas de la mañana?”

“Muy temprano”.

Me senté en una mecedora victoriana con la lámpara apagada, solo entraba al cuarto la luz del descanso. Mientras mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude ver que sus ojos estaban cerrados, pero ella estaba inquieta. Cuando su respiración me indicó que estaba dormida regresé a mi cuarto. En la mañana después de tomar sus pastillas y devorar un buen desayuno, habló por teléfono a la chica que se había retractado de ser su “niñera”. Sylvia casi le suplicó que sostenga su palabra, pero ella no lo hizo. Luego Sylvia tuvo una larga conversación con su doctor. Yo lo conocía ⎯John Horder⎯ como el padre de la mejor amiga de mi hija, Claire, y como socio en el consultorio en el que nos registramos cuando vivíamos cerca de Regent’s Park Road. El pidió hablar conmigo.

“¿Cómo la ves?”

“Deprimida. Le cuesta trabajo dormir”.

“¿Se tomó sus pastillas?”

“Sí, pero tardaron en hacer efecto”.

“Debe tomar sus pastillas cada noche y cada mañana. ¿Puedes asegurarte de que lo haga? Pero no hagas todo por ella. Ella tiene que cuidar a los niños y sentir que es absolutamente necesaria para ellos”.

Entendí por qué esto era importante. Le dije que intentaría hacer que ella los alimentara y los bañara y jugara con ellos, y de ahora en adelante le pediría que viniera conmigo cuando los llevara al baño, al cambiador, a la cocina o al cajón de los juguetes. Yo esperaba que ella tomara una cuchara, una esponja o lo que fuera, pero nunca lo hizo. Cuando salía del cuarto ella me seguía o esperaba que volviera. Tuve que elegir entre dejar que pasaran hambre y estuvieran sucios hasta que ella cuidara de ellos o hacer lo que tenía que hacerse. La mayor parte de las veces opté por hacerlo. Una vez cuando Nick necesitaba ser cambiado y aseado después de defecar, ella observó como ausente por un momento, luego puso sus manos en mis hombros para hacerme a un lado y dijo “Eso está por fuera de tus responsabilidades. Déjame hacerlo”. Y la hubiera dejado pero el trabajo ya estaba hecho.

La tarde del sábado Sylvia se puso o empacó su vestido azul y plateado, no recuerdo y salió. No dijo dónde iba o con quien, si acaso iba con alguien, o si tenía la esperanza de encontrarse con alguien. Nick estaba parado junto a mí en el pasillo mientras ella se iba, y Sylvia le sonrió. “Te amo”, dijo ella y se fue. Me contaron que se encontró con Hughes esa noche. Quien sea que haya sido la trajo de regreso a nuestra casa, o tal vez tomó un taxi. De lo único que estoy segura es que ella no condujo. Ahora no recuerdo a qué hora regreso, o su estado de ánimo o lo que dijo.

No me llamó esa noche, y si lo hizo no la escuché. Se nos unió en la mesa en nuestro usual y abundante almuerzo de domingo que consistía en sopa, cordero o carne asada con todas las guarniciones, ensalada, queso, postre, vino. Recuerdo que ella lo disfrutó diciendo que era “maravilloso” o “grandioso” o algo así. Ella ayudó a Nick con su comida y se veía, según me parecía, un poco más alegre, menos tensa. Lo que sea que haya sucedido la noche anterior, a quien sea que haya visto, lo que sea que se hayan dicho, pensé que había resuelto algo para ella. Nos quedamos en la mesa, como lo hacíamos usualmente, por alrededor de una hora después de que el café se enfrió, hablando de algo que no dejó rastro en mi memoria. Los niños se durmieron y el vino que habíamos tomado nos adormeció un poco y todos nos fuimos a acostar. A la hora del té Sylvia nos dijo que se había dormido profundamente. Ella comió, bebió y habló, los niños jugaban alegremente. Nada en particular que hayamos hecho o dicho alteró el buen humor que todos compartíamos, cuando de repente Sylvia se levantó y empezó a juntar sus cosas y a ponerlas en bolsas. Ella dijo que “debía llegar a casa esa noche”. ¿Acaba de recordar algo que tenía que hacer? ¿Qué la había motivado tan repentinamente? ¿Fue una decisión de cambiar su vida, o (me pregunto en retrospectiva) de morir? ¿Puede la decisión de morir llenar a alguien con un sentimiento de agitación y urgencia? ¿O fue el impulso del supuesto compromiso una engañosa performance ocultando una caída en picada a las profundidades de la desesperación? Si ese era el caso, era un increíble ejercicio de voluntad. Ella lucía vigorosa, un poco exaltada, como nunca antes la había visto.

Le pidió a Gerry que los llevara a casa. “Claro que sí”, dijo él. “Si quieres, ¿pero en verdad tienes que irte?”.

Ella tenía cosas que hacer, dijo, muchas cosas, todas ellas urgentes.

“Debo llevar a Frieda a la escuela. Una enfermera va a llegar temprano. Ella comenzó a venir cuando los niños estaban enfermos y quiero que vea que Nick está muy bien ahora. Y tengo que acomodar la ropa”. Yo sabía que no había mucha ropa que guardar.

“¿Recordarás tomar tus pastillas?”, le dije, interpretando mi rol de enfermera, aunque no parecía necesitar una cuidadora en ese momento. Al contrario, parecía estar completamente a cargo de sí misma. Y como estaba ocupada empacando, no respondió.

“¿Sylvia?” le dije. Sus ojos se encontraron con los míos. Ella quería que le creyera. “Sí, lo recordaré”, dijo ella.

Todo estaba bien. De hecho su decisión de irse resolvió una pequeña dificultad para mí. De manera intermitente durante el fin de semana había estado pensando en cómo acomodar a todos cuando mis dos hijas mayores regresaran a casa. Sylvia tenía el cuarto de Claire, y Frieda y Nick tenían el de Lucy. Había cuartos y un baño en el piso superior reducidos por la inclinación del techo, pero no eran incómodos. Pensé que podría mover a Sylvia y a sus hijos allí para que Claires y Lucy tuvieran sus cuartos; o podría mover su ropa y sus libros arriba y dejar que Sylvia y los niños se quedaran donde estaban. Frente a mi cuarto donde podía verlos más de cerca.

Pero había algo más, otra razón por la que me sentí aliviada de que hubiera insistido en irse a casa; una razón mayor, de la que no debía hablarse o discutirse tan francamente como la cuestión de las habitaciones. La verdad es que ella me había cansado. Su necesidad de atención comenzaba a ser incesante. Dudaba poder seguir como lo había hecho hasta ahora. Pero mientras ella estuviera en mi casa, cada vez que me imploraba quedarme con ella o escucharla, o cada vez que los niños necesitaran la atención que ella no les daba, yo tenía que hacer lo necesario. Cuando ellos fueran a casa, sus necesidades ya no serían mi responsabilidad. No tendría que temerle al momento en el que su desconsolada infelicidad la invadiera de nuevo ⎯y lo haría, yo lo sabía, aunque pareciera estar en control de sí misma por una hora o dos.

Ella quería irse, y nada que yo pudiera hacer o decir iba a impedirlo. Y recordé la instrucción del Dr. Horder: “Ella debe cuidar a los niños y sentir que la necesitan”.

Me detuve en la puerta abierta en el umbral cuando se fueron. Hacía mucho frío. Había una gruesa capa de nieve cubriendo todo, blanqueando el auto negro de Gerry, un antiguo taxi londinense. Gerry, llevaba un abrigo de trabajo y un sombrero de piel. Los ayudó a subir atrás, puso las maletas a sus pies y cerró la puerta. Pronto la calefacción comenzaría a salir desde adelante. Él se calzó el delantal de carnicero que siempre usaba para conducir, para proteger su ropa del aceite que goteaba de una fisura oculta bajo el volante, se sentó, cerró la puerta y encendió el auto. Los despedí con la mano, ella devolvió el gesto, se fueron y yo volví a la casa. Por un momento me sentí más aliviada que preocupada pero cuando Gerry volvió y me dijo que ella había llorado durante todo el trayecto, la preocupación se mezcló con la culpa.

El solía dejar abierta la ventilla entre la cabina delantera y los asientos traseros para conversar con los pasajeros y escuchar lo que decían si le hablaban. El vehículo hacía mucho ruido, y no fue hasta que se detuvo en una luz roja que la escucho sollozar. Se estacionó, bajó del auto y se sentó con ella en el asiento trasero. Tenía la cabeza entre las manos. La abrazó y los niños comenzaron a llorar también. “Sylvia, deja que te lleve de regreso a mi casa. Jillian no quiere que te vayas, ni yo tampoco. Regresa con nosotros”, le imploró él. Pero ella levantó la cabeza y dijo: “No, esto es una tontería, no me hagas caso. Tengo que llegar a casa”.

Él no estaba seguro. Me dijo que le preguntó varias veces “¿Estás segura?” y ella le respondía que lo estaba. Él siguió conduciendo y vio como entraba en su departamento con los niños y las maletas. Lo imaginé dándole una gran abrazo, despidiéndose de los niños y dándoles un beso de buenas noches.

“Le prometí que pasaría a verla mañana” me dijo él. “Y le dije que si quiere volver que lo haga”.

“¿Dijo que lo haría?” para ese entonces yo esperaba que ella le hubiera asegurado que regresaría.

“Ella dijo que estaría bien”.

“¿No te dijo que volvería mañana?”

“No”.

“¿Tu crees que vuelva?”

“ Ella sabe que puede hacerlo si quiere”.

Eso fue suficiente para mí. Dormí muy bien esa noche, y ya me había levantado y vestido y los niños ya habían desayunado cuando sonó el teléfono alrededor de las ocho y media. Era el Dr. Horder para decirme que Sylvia se había suicidado.

Lo hizo en el momento en el que siempre se sentía peor, justo antes de que el día empezara, con sus sonidos y obligaciones y contacto humano y pequeñas consolaciones. Ella no se tomó las pastillas de la mañana. En lugar de eso decidió dejar de vivir.

El Dr. Horder me dijo cómo lo hizo, asfixiándose con el gas del horno. Una hora más tarde la enfermera la encontró junto con una nota que decía que lo llamaran a él. Me preguntó cómo podía ponerse en contacto con su esposo, para decirle que su esposa había muerto y que sus hijos lo necesitaban. Tuve que averiguarlo.

Más tarde, Hughes me llamó, y en la tarde Gerry y yo fuimos a verlo a Fitzroy Road. El habló con Gerry sobre los niños. No nos preguntó nada sobre los últimos días de Sylvia, no en ese momento. Días después, cuando el hermano de Sylvia, Warren, y su esposa Margaret viajaron desde Estados Unidos y se mudaron al departamento con los niños, liberando a Hughes para que volviera donde fuera que estuviera viviendo con Assia Wevill, él me llamó, muy temprano en la mañana. Egocéntrico como era, me despertó mientras aún estaba adormecida, al igual que lo hacía su esposa, para preguntarme acerca de lo que le preocupaba. ¿Qué había dicho ella? ¿Qué había hecho? Le respondí como pude, pero él no me escuchaba. Comenzó a sonar hostil y acusador (“¿Tu dijiste que pensabas que Warren y Margaret debían cuidar a los niños?”). No lo dije, pero apenas tuve tiempo de negarlo antes de que el cambiara de tema. Esa no pudo ser la razón de su llamada. Qué importaba mi opinión sobre lo que debía pasar con los niños. E incluso si él hubiera querido escucharme, ¿qué pude haber dicho yo (o alguien más) para salvarlo de la furia de sus horas más oscuras?

II

Recordando conversaciones

 

Durante esos últimos días ella hablaba mucho de cómo se sentía, de lo que quería, de lo que recordaba, de lo que debió y lo que podría haber pasado, de cómo nada podía reparar lo que se había roto, ni recuperar lo que se había perdido. Decía con frecuencia “Me siento terrible”. Lo decía cuando la acompañaba a acostarse, apenas llegaba y en la noche y a la mañana, no solo cuando estaba a solas conmigo, sino también delante de los niños, y cuando Gerry nos acompañaba en el estudio. Aún sintiéndose mal, él puso música en el tocadiscos para consolarse y consolarla. Más tarde, tuve que salir un par de horas así que dejamos a un ex estudiante de Gerry (Gerry enseñaba literatura) para acompañar a Sylvia y de ser necesario ayudarla con los niños cuando despertaran. Antes de irnos, el chico le ofreció un cigarro a ella y a mí. “Ya lo dejé”, le dije.

“¿Por qué renunciar a algo?” dijo Sylvia, quien estaba a punto de renunciar a todo.

Por petición de ella, el jóven puso vinilos de Beethoven, Bach, Gluck, Puriccelli, Vivaldi. Ella dijo que acababa de “Descubrir” la música; que nosotros se la habíamos “dado”. Cuando regresamos, al entrar a la casa, escuchamos “I have lost my Eurydice” interpretada por -creo- Janet Baker. Era dolorosamente hermosa.

En los meses anteriores a esos últimos días, yo la veía muy seguido. Había un festival de cine en el Everyman Cinema de Hampstead. Y la llevaba una vez a la semana a ver películas. Eran comedias pero no la hacían reír. No recuerdo a Sylvia riendo. Pero gracias a su trabajo, en particular su novela The Bell Jar (La Campana de Cristal), sé que tenía un buen sentido del humor. (“él estaba parado frente a mí [desnudo] y me quedé mirándolo. En lo único en que podía pensar era en el pescuezo de un pavo…”) probablemente no le puso atención a la película. “¿Quieres ver la siguiente? O ya es suficiente?” le pregunté después de nuestra segunda o tercera función. “Debemos verlas todas”, dijo ella, así que lo hicimos. O por lo menos yo lo hice con ella sentada junto a mí.

La llevé a ver una obra en el West End –no recuerdo cúal– y después nos quedamos en una cafetería barata en el Soho, de las que permanecen abiertas toda la noche para los taxistas. Sentadas en bancos muy altos e incómodos, inclinadas sobre la barra de Formica, tomamos café y hablamos sobre psicoanálisis, ella parcialmente a favor y yo completamente en contra. No habló sobre eso en relación a sus propios “problemas”, sino como concepto. Casi nunca se menciona pero debería recordarse que Sylvia era una intelectual (una palabra prohibida hoy en día). No hubiera sido capaz de obtener tantas buenas calificaciones, de las que estaba orgullosa, sino hubiera sido capaz de pensar racionalmente, aunque apenas si tenía ganas de hacerlo en 1962. Teníamos unas cuantas cosas en común. Nacimos en el mismo año, 1932. Ambas crecimos en el Nuevo Mundo, a miles de millas de los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial, ella en Estados Unidos, y yo en Sudáfrica. Nos criamos con la misma literatura y la misma versión de la historia, crecimos con el mismo lenguaje y nos afectaron los mismos eventos lejanos; teníamos gustos y ambiciones similares, aunque no idénticos. Ambas escribíamos poesía, ella increíblemente bien y yo apenas. Cuando leí sus poemas por primera vez –leí una noche de principio a fin una copia de The Colossus que ella me obsequió– me entristecí: una de mis mayores esperanzas, la de convertirme en poeta, había muerto. Podía escribir prosa, incluso había escrito unos versos en un sueño que me parecieron buenos al despertar, pero esa noche entendí que no podría convertirme en poeta. ¿Le tenía envidia a Sylvia por su don? Sí, bastante, pero sin resentimiento.

Por supuesto, había más diferencias entre nosotras que semejanzas, como sucede con cualquier persona. Para nombrar una que retomaré más adelante, ella era de ascendencia austro-alemana y yo de ascendencia judía, y en nuestros tiempos eso no pasaba desapercibido.

A veces hablábamos de nuestras madres sin mucha indulgencia. En su caso, la necesidad de impresionar a su madre la había motivado. Ella tenía que demostrarle éxito tras éxito. Ella creía que su madre veía su ruptura matrimonial como un fracaso; y a pesar de que Aurelia Plath no la juzgara abiertamente, la sola idea enfurecía a Sylvia. Ella odiaba la vergüenza que eso la obligaba a sentir. Para evitarlo, ella ahora le negaba a su madre acceso a cualquier parte de su vida. Así mismo, ella sabía que Aurelia compararía la tragedia de su hija con la propia, y ya era lo suficientemente difícil de manejar sin esa carga extra. “Seré una mujer soltera criando a dos hijos sola como mi madre”, se lamentó ella conmigo y con Gerry varias veces. Hablábamos sobre los niños. Al principio ella quería tener seis. La experiencia de dar a luz fue “única, incomparablemente maravillosa”.

Una vez me contó sobre una joven que conoció en Devon a la que las mujeres de la iglesia aislaron por haber tenido un hijo ilegítimo ( o había pecado de una manera similar). Sylvia se indignó en nombre de la pecadora.

Ella decía que le agradaban las personas que podían enseñarle algo, tal como la apicultura. Pero mi impresión era que le gustaba más el vocabulario y las imágenes de la apicultura que las abejas mismas.

Un día me preguntó por qué la gente pronunciaba su nombre como si rimara con Math (matemáticas).

“¿Cómo lo pronuncias tú?” le pregunté.

“ Plaath”, dijo ella y recordé que la había escuchado decir Plaath varias veces.

Después de ese recordatorio, siempre la presentaba como Sylvia Plaath, hasta que su nombre se volvió famoso con la pronunciación que rimaba con Math. Siempre me pregunté cómo es que llegó a pronunciarlo cómo Plaath. Una pronunciación estadounidense de P-L-A-T-H acortaría el sonido de la A. Y si fuera la pronunciación alemana original, sonaría como Plaat.

Una vez al inicio de ese largo invierno, me habló sobre un cuento que acababa de leer y que admiraba, halagándolo diciendo “está muy trabajado”. Si la espontaneidad era una virtud de la poesía, no lo era para la prosa.

No estaba contenta con las reseñas de The Bell Jar. Dijo “tardó tanto en publicarse que casi me había olvidado de ella”. Le pregunté por qué lo publicó bajo el nombre de Victoria Lucas. “No quería que la crítica lo juzgara como el trabajo de una poeta” dijo ella. Le pregunté cuánto tiempo le había tomado escribirla, si le había resultado fácil o difícil. Ella respondió “Cuando decidí escribir una novela pensé que debía pasar algo, y ese algo debía durar más de veinte capítulos”. Me contó historias sobre poetas a los que había conocido y las relaciones escabrosas entre ellos, lo que me dio una idea para un nuevo sustantivo colectivo: “mezquindad poética”. No le causó gracia. Le molestó. “Los poetas no son más mezquinos que cualquier otra persona” me refutó.

En otra ocasión –y la única, estoy segura– algo que dije la molestó. Le dije que me había gustado un poema de una autora estadounidense contemporánea. Me lo sabía de memoria y se lo recité. Ella me escuchó, pero cuando terminé no dijo nada. Después de un momento le dije, a la defensiva, que yo pensaba que era un “poema perfecto”, “No existe tal cosa”, protestó ella. Sospeché que ella estaba un poco enojada, tal vez injustamente, porque el poema era demasiado bueno. Una vez cuando le dije que el trabajo de cierta poeta joven era mejor que el de otro autor, ella dijo “ No es una competencia”.

Uno de los poetas que ambas disfrutamos era Wallace Stevens. Al leer el libro The Colossus, no pude evitar notar su influencia sobre ella, sobre todo en el poema Snakecharmer, pero no le dije nada al respecto; los poetas aprenden de otros, no hace falta decirlo. Entre otros estadounidenses que ella mencionó estaban Robert Lowell y Anne Sexton, aunque no me gustaban mucho. A ambas nos agradaba Robert Graves, y me dijo que durante su juventud ella lo visitó en Mallorca, y que él le había pedido ir todos los días a leerle sus propios poemas. Ahora sé que había dos poetas que ella conocía pero nunca mencionó: Richard Murphy y W. S. Merwin. Ellos pertenecían al mundo de su esposo, no al suyo. (Años después leí la poesía de Merwin y me di cuenta que él había producido un efecto en ella).

Gerry y yo la veíamos por separado, a menos que ella viniera a nuestra casa. Él la llamaba por teléfono y pasaba a verla de regreso de la escuela por si necesitaba algo. Cuando su auto –un Morris medio destartalado– comenzó a darle problemas, lo llevó a reparar con su mecánico, Big Jim. Gerry me dijo que ella hablaba mucho de Hughes. Él me dijo: “Sylvia dice que ella y Hughes solían hacer el amor como gigantes”. Yo me reí. No sé si Sylvia lo dijo realmente –aunque creo que es posible que lo hiciera– o si solo era la versión de Gerry, sobre lo que dijo ella.

Tal vez ella dijo eso en reacción a un chisme que circulaba entonces. Se trataba de Hughes llevando a Assia al Hotel Ritz para su primera noche juntos. Tan pronto como llegaron al cuarto donde los esperaban duraznos y champaña, él colocó el letrero de “No Molestar” en la puerta y le dijo que se quedarían ahí por dos días. Nos contaron el resto de la historia con detalles gráficos, pero saltaré al final. Se decía que ella estaba aterrorizada de él.

Sé que Sylvia escuchó sobre esto. Porque se quejó conmigo de la necesidad de Ted de pecar en un lugar tan lujoso –el Ritz en las costas del mediterráneo–, se había reducido tanto su cuenta bancaria compartida, que ella y Frieda tuvieron que sobrevivir con “un poco de spaghetti”; pero, cuando él visitó a los niños, encontró una botella de vino barato en su sala y le gritó “¿Entonces en esto te gastas el dinero que me he ganado?”

“Él llegó usando pantalones ajustados y zapatos nuevos”, dijo ella con desdén. “Eso es lo que la señora Wevill le enseñó: a vestirse a la moda”. Assia trabajaba en marketing de moda –Sylvia y yo estábamos de acuerdo– que “eso era de lo único que sabía”.

Una tarde estábamos tomando el té con scons en el comedor. Las ventanas daban al jardín. Al caer la tarde el sol resplandecía detrás de las nubes, iluminando de forma dramática las ramas desnudas de un gran castaño, y casi de repente desapareció, dejando atrás la oscuridad. Yo cité a Louis Mac Neice: “The sunlight on the garden hardens and grows cold / you cannot cage the minute within its nets of gold” [1]. Ella dijo que ya no se acordaba del poema y estaba agradecida de que se lo hubiera recordado. Yo le dije que me gustaban las rimas en medio de los versos y me dijo que a ella también. Nos pusimos pensativas. Dejé que la oscuridad nos rodeara hasta que no podíamos ver nada más que la tetera plateada, y luego encendí la luz. Creo que ella lo recordó la tarde en que escribió Edge: As petals / of a rose close when the garden / Stifffens[2]– pero podría estar equivocada. Ella ya había utilizado rimas en medio de los versos. Pero este poema fue escrito casi al final de su vida, tal vez fue el último, demostrando que no todos sus últimos poemas fueron espontáneos, que no fueron recitados sino trabajados, hechos para recitarse en voz alta más que leídos. Edge está tan trabajado como sus primeros poemas. El significado es atemorizante. Sugiere que ella estaba pensando en matarse junto a sus hijos para vengarse de su esposo, como Medea. Each dead child coiled, a white serpent / one at each little /pitcher of milk, now empty / she has folded /them back into her body… [3](Medea había estado presente en la mente de Sylvia por algún tiempo: aftermath, un poema de The Colossus se refiere a su “austera” tragedia).

Cuando llegó el momento de decidir quién iba a morir, ella le sirvió leche a los niños y se suicidó. Matarlos era, después de todo, solo “la ilusión de una necesidad griega”. Creyendo, como la mayoría de nosotros, que el gas doméstico se elevaría, más ligero que él aire, ella abrió las ventanas de la habitación del piso de arriba. (También era una ilusión de necesidad científica, porque de hecho el gas se asentó, dejando inconscientes a dos hombres en el departamento de abajo, que pudieron haber muerto si no hubieran cortado el suministro). Era uno de los inviernos más fríos del siglo. Frieda y Nick pudieron haber muerto del frío si la enfermera no hubiera llegado a salvarlos. Sylvia sabía que ella iba a llegar, me lo dijo. Pero me pregunto ¿Cómo esperaba que la enfermera entrara a la casa? Solo fue buena suerte que los pintores llegaran con las llaves esa mañana de lunes.

¿Sylvia le estaba dando una oportunidad al Destino? Ella dejó un juego de llaves en mi casa, en el bolsillo de un abrigo que colgó en mi perchero, pero no lo noté hasta que Hughes me pidió que las buscara. “¿Cómo demonios entró a la casa?”, preguntó él cuando encontró las llaves. Ella tenía otro juego que usó para abrir la puerta y dejar pasar a Gerry, a Nick y a Frieda. ¿Acaso ella esperaba que Gerry o yo fuéramos a su casa durante la noche con su abrigo y sus llaves? No. Ella no esperaba ni quería ser salvada de último momento como había sucedido antes. De acuerdo con el Sr. Goodchild –un policía que trabajaba en la oficina del forense quien personalmente me trajo los resultados de la autopsia de Sylvia cuando la pedí años después– ella había metido la cabeza hasta el fondo del horno. “Ella realmente quería morir”, dijo el Sr. Goodchild. Ella bloqueó los huecos debajo de las puertas de los cuartos y de la sala, abrió todas las hornallas, dobló cuidadosamente un trapo de cocina, lo puso sobre la base del horno y posó su mejilla sobre él.

“Créame” dijo el Sr. Goodchild con toda honestidad, fue mejor que nadie la encontrara para sacarla. Después de tanto tiempo de respirar el gas (él me dijo exactamente por cuánto tiempo pero ya no recuerdo) incluso si sobrevives, ya no vale la pena vivir. Tu cerebro estará arruinado y serás un vegetal.

También me dijo que el gas hace que la sangre se vuelva rosa (del color de los corazones y las rosas y los globos brillantes que aparecen de vez en cuando en su poesía, incongruentes en medio de las imágenes recurrentes de negrura, desolación, oscuridad, bestias y aves de presa, ojos ciegos, bocas escarlata, heridas y sangre).

Cuando Assia Wevill se suicidó, ella también mató a su hija Shura, la hija de Hughes. Sylvia tenía la intención de lastimar a Hughes con su muerte, pero cuando llegó el momento, ella no cometió asesinato. Assia sí lo hizo.

III

El funeral

 

Sylvia había imaginado su tumba en el ondulado paisaje de Devon y no en la rocosa Yorkshire donde descansa. Apenas nos conocimos me dijo, hablando de su muerte en un momento lejano, que le gustaría ser sepultada en la iglesia junto a Court Green ¿Nunca se lo había dicho a Hughes? Supongo que si él hubiera organizado el funeral ahí nadie de la familia Hughes hubiera asistido.

Gerry y yo tomamos un tren a Yorkshire desde Londres en la mañana de su funeral. Fue un viaje de muchas horas a través de la nieve y bajo el cielo nublado. Nunca había viajado tan lejos al norte. Al pasar por las ciudades industriales vi fábricas con calderas a través de las puertas abiertas, reviviendo las imágenes de las novelas victorianas que leí cuando niña, descripciones difíciles de olvidar de mujeres forjando cadenas, desnudas de la cintura para arriba, resplandecientes de sudor. Fue un poco decepcionante ver solo hombres.

Una mujer joven, prima de Hughes, nos alcanzó en la estación de Hebden Bridge y nos condujo por la pendiente del camino hasta la villa de Hepstonstall. Mientras bebíamos té y comíamos sandwiches en casa de sus padres, su madre que tenía una presencia imponente –incluso dominante– me preguntó sobre mi amistad con Sylvia. ¿Desde cuando la conocía? ¿Y cómo la vi durante sus últimos días?

“Todas la queríamos”, ¿sabés? dijo ella –lo decretó, como una ley. Su padre no dijo mucho. Un hombre pequeño, flaco, según recuerdo.

En la Iglesia, la misa fue corta. En algunos momentos el sol entró por el vitraux, resaltando sus tonalidades amarillas. Seguimos su ataúd hasta la tumba, una trinchera en la nieve, la pila de tierra era del mismo color que el vitraux pero espesa como pintura recién vertida. Más allá de esto el rito estaba completo.

“Me quedaré solo aquí por un rato” dijo Hughes.

Los demás nos dirigimos a la salida. Miré hacía atrás y lo vi parado ahí, una figura solitaria al pie de la tumba.

Se reunió con los demás invitados al funeral después de que nos habíamos sentado (alrededor de catorce personas), en una mesa en el área privada, en el piso superior de un bar, en el pueblo. Gerry y yo nos sentamos uno frente al otro, Hughes entre nosotros.

Solo cuatro de nosotros estábamos ahí “por Sylvia”: Warren y Margaret, Gerry y yo. El resto estaba ahí “por Ted”, casi todos amigos mayores. Su madre se había regresado a casa.

Gerry compró una botella de Whisky. Él y Hughes la bebieron en silencio. Cuando se sirvieron el té y los pasteles de carne y riñón, Hughes dijo con vehemencia pero en voz baja, como si solo quisiera que Gerry y yo lo escucháramos, sin mirar a nadie: “todos la odiaban”.

“Yo no”, le dije.

“Era ella o yo” dijo él, y lo repitió varias veces esa tarde, como si quisiera que se nos grabara. Ninguno de nosotros respondió.

“Ella me hizo profesional” se quejó él en algún momento, su enojo se fue transformando en amargura.

Yo había leído y escuchado que los ingleses tenían una preferencia por el status de amateur en las artes, en cualquier campo de estudio y en cualquier tipo de deporte. Un inglés hacía lo que hacía por amor; los americanos escribían para vender su trabajo, su cultura era mucho más materialista. Eso decía la historia. Puede que los estadounidenses amaran escribir poesía también pero no era suficiente para ellos. No había sido suficiente para ella, y al imponer su punto de vista mercenario sobre él lo había corrompido. Eso, era más o menos, lo que él trataba de decir. Eran patrañas por supuesto. A Hughes le encantaba tener su trabajo impreso, publicado por las editoriales más prestigiosas en el negocio de la poesía. Su trabajo como presentador de poesía en la BBC no era una tarea insoportable para él. Por un lado, aumentaba su fama. Si bien era verdad que él le debía su creciente reputación y éxito comercial a su esposa, por haberlo presionado a vender su trabajo, esto era motivo de gratitud y no de resentimiento. La escuché decir que para ser un escritor serio había que ser “profesional” al respecto, una vez le pregunté a qué se refería exactamente. Ella respondió que el trabajo debe ser “correctamente escrito, con doble interlineado, en un papel limpio”. Aún tengo su lista, cuidadosamente escrita a mano, de las publicaciones que difundían poesía. Su gusto por el cuidado y el orden pudieron formar parte de lo que Hughes pensaba cuando se quejaba de que ella lo había vuelto profesional, pero creo que él rechazaba tanto ser considerado comercial, así como  también sus responsabilidades matrimoniales y paternales.

Llegó un momento, en el que se sintió impelido a reivindicarse ante nosotros (Gerry y yo). Dijo: “Le dije que todo iba a estar bien. Le dije que para el verano todos estaríamos juntos en Court Green”.

Pensé: “entonces tu te vas con Assia a divertirte, sin importar lo que le hagas sentir a Sylvia, y regresas cuando se acaba la diversión sin importar lo que pueda sentir Assia, y esperas que Sylvia –conociéndola tan bien– sea paciente y tolerante cuando te vas, y agradecida y indulgente cuando regresas”.

Lo pensé pero no lo dije. ¿Por qué no? Supongo que no estaba segura de si sería “correcto” decirlo, y fui demasiado cobarde para arriesgarme a estar equivocada. O no quería lastimarlo lo que era igual de cobarde. Ahora no dudaría en decir algo así.

También me pregunté cuando le dijo de regresar. ¿Habrá sido la noche del sábado antes de su muerte? De ser así levantaría nuevas especulaciones sobre su estado de ánimo y su decisión. Pero no le pregunté.

En otra avalancha de palabras me preguntó si había leído La Campana de Cristal. Le dije que sí. ¿Sabía que era autobiográfica? Lo sabía. ¿Entonces sabría que ella había tratado de suicidarse antes de conocerlo? Lo sabía.

“Estaba en ella” dijo él. “Pero le dije que si escribía sobre ello con suficiente profundidad, lograría combatirlo”.

“¿Y no creés que ella haya escrito acerca de ello con suficiente profundidad?”

“No”.

Su no fue una suerte de encogerse de hombre verbal, sugiriendo: obvio que no –¿este funeral no es acaso la prueba? A él no le importó saber lo que yo pensaba y yo no se lo dije,  pero estoy de acuerdo con él. La Campana de Cristal es sobre un intento de suicidio, pero no se aproxima a explicarlo.

Más adelante Hughes diría, y publicaría, que a pesar de lo que sucedió, él creía que Sylvia tenía una gran capacidad para la felicidad. Puede que él tuviera razón. Ella podría haber sido feliz si hubiera tenido un esposo fiel, seis hijos, más ayuda en la casa, más dinero, más reconocimiento y una suerte que nunca se acabara. Pero, pero…: los niños son rehenes de la fortuna, el deseo sexual de los hombres siempre está en busca de la oportunidad; y si la suerte mantiene a los niños a salvo y al esposo en casa, siempre hay algo que atormenta nuestro corazón. Ella era depresiva, y tarde o temprano sentiría qué, así como la amabilidad es inadecuada, y la belleza es difícil de soportar, la felicidad misma puede ser intolerable.

IV

Después de todo

 

Hughes fue fiel a los poemas. Poco después de su muerte, él se encargó de su publicación, a pesar de que hubieran acusaciones en su contra. Rápidamente la fama de Sylvia comenzó a expandirse. Después de una o dos semanas una periodista de la revista Time vino a verme para preguntarme sobre los últimos días de Sylvia. El editor, dijo ella, estaba “conmovido por la historia de Sylvia Plath”. Cuando la historia apareció publicada en Time, su suicidio ocurrió porque los amigos con los que se juntaba “la habían dejado ir demasiado pronto”. Ella no sugirió nada –ni tampoco quienes lo repitieron en los años siguientes– que hubiéramos podido hacer para detenerla.

No creía en ese entonces, ni ahora, que cualquier cosa que hubiéramos hecho o dicho hubiera evitado que Sylvia se suicidara, ya que no teníamos nada que ver con los motivos. Tal vez lo retrasamos por algunos días, durante los cuales los niños estuvieron cuidados, Sylvia tenía compañía y disfruto de algunas buenas comidas. Ella necesitaba el refugio de nuestra tibia y cómoda casa, con música y libros. Donde las necesidades de los niños fueran cubiertas, y donde ella siempre se sintiera bienvenida y escuchada. ¿Podríamos Gerry o yo o alguien más haberle dado una razón para vivir si sus hijos no fueran suficiente?

He estado pensando si ella perdió, incluso, su pasión por la poesía. Algunos de sus últimos poemas con sus ritmos irregulares me sugieren que ella estaba pisoteando la tumba misma de la poesía. No es una idea absurda pensar en que escribir la hacía sentir peor. Las cosas que uno hace deben valer más de lo que cuestan. ¿Fue ese su caso? Sus millones de lectores dirían que sí. Yo creo que a ella le hubiera sorprendido la respuesta de su madre a esa pregunta, que me contestó mientras caminábamos por la rivera del Támesis durante una noche cálida, el verano posterior a la muerte de Sylvia. Dijo que no.

Cualquier rastro de culpa que pudo haberme atormentado la noche anterior a la llamada del Dr Horder para decirme que ella había muerto, se esfumó. Sentí muchas emociones –algunas persiguiendo a otras que extrañamente parecían no sentir nada– pero la culpa no era una de ellas. Horror, pérdida, pena, duelo, todas iban y venían y volvían, y el dolor y el enojo porque no dejó ni una palabra para nosotros.

Traté de ocultar el enojo. Si se lo mostraba a otros siempre decía que era por el abandono a los niños. Estaba justificado. Pero no estaba justificado, ni era razonable sentir que me debía algo, o nos debía algo, ni gratitud, ni explicaciones o despedidas. ¡Puras formalidades! ¿Qué puede importarle a alguien abrumada por la desesperación? ¿Por qué debía ella, in extremis,  pensar en nosotros, quiénes no habíamos afectado el drama de su vida en ningún sentido? Yo fui un personaje secundario, que apareció apenas en una escena o dos. Todos somos los protagonistas de nuestras vidas, pero para los demás solo somos “alguien más”. Traté de convencerme a mí misma de esto.

A pesar de que Gerry y yo sentimos que ella se había deshecho de nosotros junto con el insoportable mundo, nosotros le perdonamos todo. Pero yo ya no. Ahora digo que no merecía ser condenada por ella. Otros amigos la abandonaron; hombres a los que había seducido en su soledad, la despreciaron; las editoriales rechazaron su novela, los editores del New Yorker se rehusaron a publicar sus poemas con el argumento de que no los entendían. Pero yo no la había rechazado ni le había hecho daño. Como una aspirante a poeta, merecía ser aleccionada por su talento; pero no merecía ser humillada por su desdén.

Ella no dejó una última nota para Hughes, pero le dejó su poesía sabiendo que él los leería como cartas de suicidio. No disculpándose sino acusándolo. Su muerte estaba dirigida a él, y de él hacia el mundo. Nada me estaba dirigido. ¿Acaso ella pensó que mi apreciación de su poesía me haría sentir que había recibido un legado suyo como todos los demás? Dudo que ella pensara en mí en absoluto. Pero creo que ella sí pensaba en la posteridad. Probablemente vio que podía lograr mayor reconocimiento por su contribución a la poesía en lengua inglesa estando muerta que viva –una vez que los poemas estuvieran cuidadosamente escritos, pulcramente tipeados en papel limpio, y eso estaba hecho cuando ella acudió a nosotros. La fama fue su último deseo y había sido el primero. Sus Letters Home (Cartas a mi madre) son cartas a la posteridad así como lo son Birthday Letters (Cartas de cumpleaños) de Hughes.

Ni Gerry ni yo esperamos que la repentina aparición de Sylvia en nuestra existencia y su salida violenta de ella podían tener algún efecto significativo o a largo plazo en el transcurso de nuestras propias vidas. Pero lo hizo. Al final tuvo una incidencia directa en la mía e inevitablemente en la de Gerry.

Para enumerar solo los efectos de los que fui consciente en su momento, cambió mi gusto y mi elección de amistades. O me ayudó a cambiarla. Yo tenía una adicción a la poesía, y mi alejamiento fue en parte fomentado por haberme involucrado dolorosamente en las vidas de estos poetas. Ahora no tengo paciencia con los poetas, románticos, o estetas o de cualquier estirpe.

Después de leer Ariel, Cruzando el agua, Árboles de invierno, no leí nada de Sylvia por los siguientes treinta y nueve años. Dejé de comprar poesía, y la leía cada vez menos. Compré pero no leí sus Diarios. No compré Cartas a mi madre. Por años traté de no pensar ni hablar de Sylvia. Cuando salían libros sobre ella leía las reseñas que encontraba pero nunca los libros. La mayoría sonaban tontos, algunos descabellados, pero ninguno interesante.

En 1973, una mujer de Boston, me contactó y me pidió que le contara que recordaba de los últimos días de Sylvia para agregarlo a una corta biografía que aparecería en una revista femista de New York, Ms. Le pregunté qué había averiguado, y cuando escuché lo equivocada que estaba, no pude resistir la tentación de corregirla. Ella regresó a Estados Unidos y por un tiempo, mientras se le ocurrían más preguntas, nos mandábamos cartas. Le envié una copia de la autopsia que me entregara Mr. Goodchild. Cuando fui a New York a ver a mis editores por un libro que estaba escribiendo sobre otro tema, tomé un autobús a Boston y la aspirante a biógrafa y yo hablamos otra vez sobre Sylvia. Al volver a Londres le escribí de nuevo pero no recibí respuesta.

En 1988, la hermana de Hughes, Olwyn, me presentó a Anne Stevenson, la biógrafa de Plath, semi-autorizada por Hughes. Cuando, delante de Olwyn, le dije a Stevenson lo que Hughes dijo en el funeral de Sylvia –que “todos la odiaban”– Olwyn me detuvo. La lealtad a su hermano la convertía en una feroz censora. “No puedes poner eso”, le dijo a Stevenson. Al final, nada de lo que le conté sobre el funeral apareció en el libro de Stevenson, Bitter Fame (Amarga Fama). Sin embargo, contiene el testimonio del moribundo Dido Merwin quien culpaba a Silvia de la infidelidad de Hughes y el fracaso de su matrimonio.

Dido Merwin estuvo casado con la poeta americana W. S. Merwin. Una noche en el invierno de 1988-1989, después de que ella, Olwyn y yo cenaramos en un restaurante chino me preguntó si podía hablar conmigo a solas. La llevé a su casa donde se estaba quedando en St John’s Wood. Debido a que todos en la casa se habían dormido, ella dijo que no podía invitarme a pasar. Entonces nos quedamos en el auto por dos o tres horas mientras me contaba lo que “realmente” quería decir sobre Sylvia y Ted. Ella tenía una enfermedad terminal, y quería contarle su historia a alguien en caso de que muriera antes de poder escribirla. Ella pensó que yo era la persona correcta para contárselo, pero yo tenía mucho frío y sueño para procesarlo. Lo único que recuperé de su larga y emotiva narración fue que ella “odiaba a Sylvia y amaba a Ted” a quien ella percibía como un poeta del mismo status que su esposo Bill.

Luego, alrededor de 1992, Janet Malcom, una escritora del New Yorker, me contactó y vino a tomar el té. Ella creía en el psicoanálisis y le interesaba saber por qué la gente hablaba de Sylvia de la manera en la que lo hacía. Yo quería saber por qué le interesaba eso, y pensé que la respuesta tenía que ver con las preguntas qué hacía. Reunirme con ella fue como estar en un cuarto de espejos deformantes. Supongo que debo haberla defraudado. Ella no utilizó nada de lo que le dije.

En 1999, Hughes publicó Cartas de Cumpleaños. Una reseña llevó mi atención a un poema titulado Dreamers (Soñadores). Es sobre Assia, y el “día fatal” en que ella visitó Court Green; el día en que ella “eligió el peor camino para hacer en tacones, entre bosta de vaca y lodo”; el día en que Hughes comenzó a desearla realmente; el día en que la vida ideal de Sylvia comenzaba a desmoronarse. En él, Hughes culpa a Assia por lo que pasó, después a Sylvia, pero nunca a sí mismo. Pero en realidad no fue culpa de nadie, sino del Destino, en cuyas manos los tres eran herramientas indefensas.

El destino era un tema importante para Hughes y Sylvia. Sabía que les fascinaba el ocultismo. Sylvia me aseguró que una bruja vivía cerca de ellos en Devon. Ella y Hughes usaban un tablero para recibir mensajes del más allá. Hughes creía que él podía ver el futuro, e incluso controlarlo. Al principio veía todo esto como un chiste, como una broma, pero me di cuenta que era en serio. Ambos creían que violentar a la razón liberaba la creatividad intuitiva.

V

Un poco sucia

 

Dreamers es repugnantemente antisemita. (Y me preguntó ¿qué lo hace “un poema”?) Parte de su vocabulario podría haber salido de un tomo de la Völkischer Beobachter, el órgano de propaganda del partido Nazi: “grasienta” (como decía Assia); “sucia” (ella lo era, aunque solo “un poco”); “campo de concentración” seguido de “hollín” (“suavidad de hollín”), “su judaísmo”; “esta Lilith de abortos”, una “criatura” que toca el cabello de tus hijos / con uñas pintadas de tigre –una referencia a la victimización infantil. El oro por el cual, según los antisemitas, los Judios complotan, siglo tras siglo, para tomar el control del mundo no es mencionado, pero “joyera de Kensington” sí, y con sorna (“su locución de joyera de Kensington”). Algunas de estas ideas parecen haberse escapado de un manual medieval sobre brujería: nos olfateo; mirándote, a través del humo, / el aro negro alrededor de su iris gris, apenas innatural / era un lobo de la Selva Negra, la hija de una bruja. Y hay nociones que pueden encontrarse en cualquiera de esos enquiridiones sobre el uso doctrinal del terror y el fuego: el Destino que acarreaba / nos olfateó / y nos ensambló, ingredientes inertes / para experimentar, una pizca de ambos: Dr Mengele y al antiguo libelo de sangre.

La histeria subraya la confianza de los versos. En su clímax, los nazis y sus víctimas son alquimizados en uno: las mutilaciones hitlerianas / te hicieron compañía, desbrozando cebollas; una joven Sabra ex-nazi; Una alemana / rusa israelita con la mirada de un demonio. Todo esto es un montón de basura. Solo los hijos y las hijas de una madre judía (y conversos) son reconocidos por lo judios como tales, y como su madre no lo era, Assia tampoco. Ni era una Sabra, un nombre ( significa tuna) que se le da a los judios nacidos en Tierra Santa. A ella la llevaron cuando era niña, antes de que el estado de Israel existiera. Ella era canadiense y a pesar de haber nacido en alemania no pudo ser miembro de la Juventud Hitleriana, la organización nazi para varones. Dado que su padre judio debió sacar a la familia de Alemania antes de 1939, ella no tenía edad suficiente para unirse a la Deutscher Mädel  (Liga de jóvenes alemanas) ni al movimiento femenino de las Krafts durch Freude (Fuerza por la Alegría); y, en cualquier caso, era inelegible para ambas, ya que su padre era judio.

La técnica de Hughes parece ser tirar palabras con la esperanza de que sus connotaciones transmitan una impresión emocional de un sujeto, en este caso la peligrosidad y la asquerosidad de una mujer. Su intención debió ser que el lector se sintiera asombrado y  horrorizado con esta  criatura un poco sucia y demoníaca –que también era “hermosa”– de la que se enamoró.

Fue amor al mismísimo Mal. Lilith, la primera esposa de Adán y la serpiente del Edén, es el verdadero espíritu del Mal. Yo pienso que sí se enamoró del mal pero fue años antes de conocer a Assia. Su trabajo lo muestra. Es por eso que tiene amplio reconocimiento en nuestra época tan Gnóstica y New Age. Es por eso que la crítica alabó su “violencia admirable”.

He escuchado dos argumentos en defensa de Dreamers; uno para el poeta que lo escribió, y el otro para el poema mismo.

La defensa del poeta se encuentra en una entrevista que Hughes dio en noviembre de 1998 al periodista, con el distintivo nombre isralí, Eilat Negev. Entre él y Hughes se estableció una explicación emocional, la que Hughes esperaba que lo reivindicara a él y justificará el poema. Este periodista (presumiblemente) judio declaró: “para Assia Wevill –la amenaza del holocuasto fue una experiencia real y aterradora”. ¡Disparates! los judios alemanes que tenían suficiente edad para saber lo que pasaba en los 30s tenían motivos para temerle a los nazis pero el holocausto iba incluso más allá de sus mayores miedos. Assia era una niña en ese entonces y fue puesta a salvo en Canadá. Aún así, de este terror imaginario que por implicación enriqueció el interés y el pathos del Bildung emocional de Assia, Negev construye, con la ayuda del poeta, una conexión de naturaleza histórica entre ella y Hughes, convirtiendo un amorío sórdido y una traición cruel en un evento merecedor de la atención del Destino: “Hughes también experimentó lo que es crecer bajo la sombra de la muerte”.

¿En serio?¿Cómo?

“Él nació en… 1930 en un pequeño pueblo de Yorkshire, en el que muchos de los hombres habían muerto durante la primera guerra mundial. En Gallipolli, su padre fue uno de los diecisiete sobrevivientes de un regimiento, y su hijo sintió el dolor que había guardado en silencio”.

¿En silencio?

“‘Soy como la segunda generación de un sobreviviente del Holocausto’, [dijo Hughes] ‘cuyo padre nunca habló del terror que había vivido’”

¿Nunca habló? ¿Entonces cómo…?

“Mis tíos me contaron muchas cosas, ellos lucharon junto a él”¿Y también eran parte de los diecisiete sobrevivientes? ¡Una familia bendecida!

Hughes continúa hablando de sus poderes mágicos de Chamán, y asegura que su poesía es curativa. Entonces haber escrito Dreamers fue, uno puede inferir, una obligación de su santo oficio. Pero ¿para quién fue este bálsamo o terapia? Dado que Assia y Sylvia estaban más allá de la sanación, el paciente debió ser él mismo. ¿Puede alguien culpar a un hombre atormentado por el sufrimiento de otros por recurrir a cualquier remedio, incluso si este es dañino para los demás? Sí, se puede y yo lo hago. La autoexoneración de Hughes no es solo basura pretenciosa, es blasfemia –si esta palabra puede usarse en un sentido secular, y yo creo que se puede. Hacerse pasar por víctima, a costa de millones de víctimas reales, es pecar contra el resto de la humanidad. Con esta súplica especial a un periodista judío, quien era aparentemente insensible a lo pretencioso, este poeta de gran reputación revela una mente debíl y desinteresada. Como defensa se queda corta.

La otra defensa, la del poema, es que no se trata completamente de una expresión del pensamiento de Hughes, sino que, la repulsión y la sorna de este deben entenderse como las de Sylvia a quien el poema está dedicado: “ella te fascinó”; “ella te impactó”; “tu viste…”; “tu la cultivaste”; “tu estabas impresionada, quizá envidiosa”; “me rehusé a interpretarlo”.

No creo que ella pensara o hablara del desagradable antisemitismo de Dreamers. Es la elección de las palabras de Hughes, lo que demuestra su forma de pensar. Ella no era antisemita, él sí.

En algunos de sus últimos poemas ella expresa empatía hacia los judíos confinados en los campos Nazis y asesinados en las cámaras de gas.

De Daddy: marginándome como a un judía / una judía de Dachau, Auschwitz, Belsen / empecé a hablar como una judía. Creo que yo podría ser judía. Y, de Lady Lazarus: Y bien Herr Doktor / Y bien Herr enemigo… / Ceniza, ceniza–/ Tú remueves y revuelves / carne, hueso, no hay nada ahí–/ una capa de jabón, / un anillo de bodas, / un empaste de oro.

Me han sugerido que parte de su razón para “identificarse” con las víctimas judías del Holocausto era por miedo de que se dijera que su antisemitismo era la causa de su odio por Assia. No lo creo; ella tenía suficientes razones para odiar a Assia. Me han preguntado si ella se volvió nuestra amiga por ser judíos y tampoco lo creo. Ella nunca dijo nada que así lo sugiriera. Y la relación no necesita explicarse; floreció en su momento.

Sin embargo, dicho esto –tengo razones para ser precavida al defenderla. Apelar a la empatía, creo, puede llegar demasiado lejos. Y además existe esto: El cordero el domingo se cocina en su grasa… / el mismo fuego / derrite la grasa hereje, / derrocando judíos… / ellos no mueren… / los hornos brillaban como el cielo, incandescentes, / es un corazón, / este holacuasto en el que entro, / Oh niño de oro el mundo matará y comerá. El poema se titula Mary’s song. Es irresistible que llegue a mi mente el intento de una congregación de monjas que querían convertir Auschwitz en un templo católico. Por supuesto, peleo conmigo misma, Sylvia no tenía malas intenciones con su dosis de sincretismo. Es solo que ella no había pensado muy bien su idea o le faltaba algo de conocimiento.

Muy bien. Pero también está esto, en Letters Home (21 de Octubre de 1962):

“Lo que una persona que acaba de salir de Belsen quiere –física o psicológicamente– no es a alguien diciendo que las aves aún cantan, sino la certeza absoluta de que alguien más estuvo ahí y sabe exactamente cómo es lo peor”. (Las cursivas son suyas)

Esto me provoca querer hablarle directamente a ella, para reprocharle, para darle una oportunidad de reformular una frase que no fue bien recibida: “¡Vamos Sylvia! ¿En serio crees que tus poemas podrían hacer eso? ¿En serio crees que le servirían a una persona que acaba de salir de Belsen? ¿Que le transmitirían a un superviviente de un campo de concentración que tú ‘estuviste ahí’ y sabes ‘exactamente cómo es lo peor’?”.

Su biógrafa Anne Stevenson lo creía, y fue aún más lejos, con un argumento que sobrepasaba al de Sylvia. Al escribir en Poetry Review (Invierno 88/89) asegurando superficialmente: “Su sufrimiento era efecto comparable a cierta escala con el Holocausto –incluso más terrible porque fue autoinflingido y no tenía una dimensión física”. (Las cursivas son mías)

Me repito que Sylvia hubiera reconocido esto por lo que es –una estupidez. Y aún sostengo que Sylvia no era antisemita. Pero no debió haber dramatizado su propia infelicidad con semejante comparación. Era suficiente con que ella fuera abandonada, rechazada, agobiada por niños con los que no podía lidiar sin importar lo mucho que los amara. Ella no necesitaba una excusa más grandiosa y convincente. No es sincero. En vez de transmitir su dolor de forma impresionante y extrema, lo reduce al hacer que uno se pregunte por qué necesitaba exagerar. La exageración combinada con su suicidio hace más probale que su acto final, como sus “Letters home”, estuviera dedicado a la posteridad. Demasiado de escritora y muy poco de madre, ¿habrá cometido suicidio porque la historia que se inventó para su vida demandaba ese final?

VI

Mito

 

Lo que ella no pudo haber previsto fue que su mito sería apropiado por el Movimiento Feminista. Ella no era feminista; no, si feminismo significa despreciar el papel tradicional de una mujer como esposa, madre y ama de casa. Y estoy segura que a pesar de su furia contra su padre muerto y su marido infiel –el primero por haber muerto y haber sido alemán, el otro por haber sido infiel y brutal como un nazi– ella no odiaba a los hombres en general. Lejos de eso.

Si las feministas pueden disfrutar la ironía, aquí tienen una. La recuerdo leyendo algo mío y luego mirando hacía arriba para repetir una palabra que había encontrado. “Ginocracia” dijo ella. “Me acabas de enseñar una nueva palabra”. (No se la cobré –ella me enseñó más de una). Era difícil de imaginar en 1962, que una era de ginocracia estaba a punto de llegar al mundo occidental, y si alguien lo hubiera profetizado y le hubiera dicho que se volvería uno de sus íconos creo que ella se habría sorprendido e incluso ofendido.

Quizás el mito de la Sylvia Plath feminista desaparezca con el cambio de las corrientes intelectuales. Pero otro mito ha estado creciendo desde que Hughes murió en 1999, o desde que publicó sus Birthday Letters. Es el mito de Ted Hughes-Sylvia Plath, de dos grandes poetas encerrados en un clinch wagneriano que es un abrazo de amor apasionado y al mismo tiempo desesperada pelea a muerte. Este es el mito que ellos mismos propiciaron. No me gusta uno más que el otro.

Quiero recuperar para mí algo de mi amiga Sylvia que ella no arruinó con su ambición. Lo encuentro en un pensamiento que le otorga a la madre amorosa y protectora de un niño recién nacido en su radioteatro “Tres mujeres”:

 

No lo quiero para que sea excepcional
Es la excepción la que llama al diablo…
Lo quiero como alguien común,
Que me ame como lo amo,
Y se case con lo que quiera y donde quiera. 

 

[1] La luz del sol en el jardín sólida y congelada / no puedes enjaular al tiempo en su red dorada.
[2] Como se cierran / los pétalos de una rosa cuando el jardín / se retesa.
[3] cada niño muerto, enroscado en sí / Una serpiente blanca, uno a cada lado / de su jarrita de leche, ya vacía / ella los ha plegado / de nuevo hacía su cuerpo.

Jillian Becker

Es una autora, periodista y conferencista británica nacida en Sudáfrica. Se especializa en investigación sobre terrorismo, y ha escrito Hitler’s Children: The Story of the Baader-Meinhof Terrorist Gang, entre otros trabajos.

 

Federico Barea

(Bs. As., 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez, Jorge Quiroga, Julio Huasi y Carlos Rivarola en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo. En 2016 para la editora Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Y en 2019 compiló junto a María Negroni la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Pre-Textos). Como traductor: con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017).

 

Alejandra Escutia

Alejandra Escutia nació en la Ciudad de México, el 27 de marzo de 1998. Tesista de la carrera de Lengua y Literatura Modernas Inglesas en la UNAM, con especialidad en Traducción, está interesada en la poesía confesional y la literatura victoriana. Ha ganado dos medallas de plata en la Olimpiada Universitaria del Conocimiento en la categoría de Literatura, así como dos medallas de oro en los Concursos Interpreparatorianos organizados por la UNAM. Su interés en la obra de Sylvia Plath la llevó a traducir una variedad de sus poemas, entre ellos «Cut», «Lady Lazarus» y «Daddy», así como a participar en el coloquio «Lady Lazarus: Sylvia Plath y sus resucitaciones a noventa años de su nacimiento», organizado por la Facultad de Filosofía y Letras en 2022.