Subterráneos: exploitation de la bohemia


Paula Vazquez Prieto

Eran los días previos a la fama, ese tiempo antes de la revolución del que también hablaba Talleyrand y que cita Bernardo Bertolucci en el inicio de Antes de la revolución (Prima della Rivoluzione, 1964), su película más íntima, más descarnada. “Aquellos que no han vivido los años antes de la revolución no pueden entender la dulzura de la vida”[1]. Y ese tiempo es el que recorre Los subterráneos (1958), un hito de preámbulos y expectativas. Un recorrido autobiográfico por una ciudad que recibe a Jack Kerouac con su rostro febril y desgarbado, sus noches de bohemia y jazz, sus promesas de gloria secreta. Los subterráneos también captura ese involuntario retrato generacional, la profusión de alter egos de quienes secundaron a Kerouac en el descubrimiento de su voz, en el encuentro del fraseo a lo largo del camino.

¿Qué puede suponer un desafío mayor para la transposición al lenguaje cinematográfico que una novela introspectiva, esquiva a la construcción de una narrativa sólida, en búsqueda de un tono distintivo, un pulso de improvisación jazzística? ¿Cómo encontrar las imágenes para aquellas primeras apariciones? Quizás el desafío sea mayor en tanto la novela de Kerouac fue adquirida, en el mismo año de su publicación, por la Metro Goldwyn Mayer (y por la suma de 15 mil dólares de entonces, dinero que, por cierto, le permitió al escritor comprarse la primera casa de su vida en Long Island). Si bien la agonía del clasicismo en su forma consagrada era irremediable por aquellos años, con el impacto del neorrealismo y la inminente nouvelle vague, con la llegada de la televisión y la crisis de los Estudios, la Metro siempre había sido fiel a sus tradiciones y con ellas finalmente moriría.

¿Hubiese sido más fiel una transposición en las manos de un cineasta como Michelangelo Antonioni, aunque no fuera salvaje, ni iracundo, ni lo suficientemente monstruoso? ¿O algún francés de los tiempos de la Rive Gauche que comprendiera la gesta fronteriza de los escritores beat con sus visiones poéticas y su creencia en que el arte y la vida no podían separarse? Quién sabe. El destino de muchas transposiciones del existencialismo también se empantanó en búsquedas infructuosas fuera de Hollywood. Luchino Visconti fracasó con su desangelada adaptación de El extranjero de Albert Camus pese a que luego se consagraría con su académica exploración de Muerte en Venecia. El modernismo de Virginia Woolf no apareció nunca en el cine en su justa medida, James Joyce tendría que esperar al crepuscular asomo de John Huston a su propia muerte para encontrar los ecos de su mejor cuento, “Los muertos”. Y autores desbordantes e inclasificables como William Faulkner resultaron siempre esquivos a las imágenes, dejando alguna que otra versión infiel y concesiva de aquel gótico irredento.

¿Qué destino le esperaba a la que muchos consideraron la mejor novela de Kerouac en manos del estudio más conservador de aquel Hollywood en transición? ¿Un manotazo al decálogo juvenil que habían instalado la posguerra y el Actor’s Studio? ¿A la rebeldía que llegaba del teatro con rostros como los de James Dean y Marlon Brando y luego se consagraría en la independencia de John Cassavetes? Lo cierto es que la novela presentaba derroteros impensados para aquellos veteranos ejecutivos que intentaban sintonizar con una juventud que no comprendían y que se les escapaba de la sala como notas de una melodía olvidada. Echar mano a lo que había en el inmediato horizonte en 1960, cuando la película finalmente cobró vida, era un atajo previsible, aún pese al desconsuelo de su resultado y al destino de olvido que le esperaba.

 

Un tiempo desesperado

“Es posible que nuestra prosa no se recupere jamás de lo que le ha hecho Jack Kerouac”[2] escribía Henry Miller en el prólogo a Los subterráneos. Más allá de su evidente asombro por aquellos juegos del lenguaje, lo que en definitiva se desprende de la mirada de Miller sobre la escritura de su contemporáneo es la sintonía con su radiación, con ese fuego que subyace en cada palabra. De alguna manera esa es la vocación que se desprende de Los subterráneos, una escritura en carne viva que ofrece sus jirones en cada trazo, que escenifica esa vocación de seguir adelante aunque todo esté destinado a incendiarse. “Es un amable, inteligente y doliente santo de la prosa”, cita Miller a Allen Ginsberg en esa expresión maravillada que conjuga la inesperada amabilidad de un escritor que sufre y se desangra. Pero detrás de esos intentos de comprenderlo, de hacerlo comprensible para quienes lo leemos, o simplemente de encontrar las palabras a la altura de lo que se espera de un prólogo firmado, hay también un atajo.

Un atajo que implica una escapatoria posible de esa bruma que dispersa la escritura de Kerouac. Una bruma espesa y también doliente al sentir su mundo con la misma intensidad con la que él parece haberlo escrito. Hay allí la silueta de una historia, la del escritor Leo Percepied, también en el mapa de una ciudad costera preñada por los ritmos del jazz, el pulular de escritores, una nocturnidad espesa y embriagante, de escapes interminables. Son esos subterráneos de los bares y tugurios los que descubre Leo ante la expectativa de una fama que no llega, de un reconocimiento que lo consagre, de un amor que lo redima. Y allí está la negra Mardou, esa mujer amada y negada, fantasía de una prohibición en los días previos a la conciencia social del racismo. Otra vez el tiempo antes de la revolución que concentra Kerouac en su gesto amoroso y literario.

Es posible que Los subterráneos sea la novela ideal para comprender el murmullo previo a ese cambio que vendría, a esas desilusiones que también serían su coro. Sus personajes deambulan por ese territorio convertido en cartografía, conscientes de su condición de mito, de su nostalgia intrínseca. La atracción por la frontera implica ese acecho de lo que viene y la consciencia de lo que se termina. Su prosa interna, ese pulso medido por los estertores musicales del ánimo, por las asociaciones espontáneas, por una poética que refiere una agonía, es lo que queda de una pérdida irremediable. El intento de rodear lo que Mardou representa, con su andar errático y sensual, fiel pese al sexo de una noche, a su lenta desaparición. Y con ella gravitan otros fantasmas, el de esa madre omnipresente que obsesiona a Leo, el de los espejos intermitentes que ofrecen los otros artistas, el de sus propios berrinches de borracho que habilitan una momentánea escapatoria.

¿Qué ha visto Kerouac en ese tiempo para haber escrito lo que ha escrito? ¿Qué ha recogido de esas noches de interminable insomnio, de un recorrido circular por las calles de su propia imaginación? ¡La contracara de esa literatura limpia que auspicia el mundo del progreso! parece gritar Miller en el arrebato final de su prólogo. Pero también la figura del observador que exprime el tiempo que le tocó vivir, que glosa sus distinciones y les ofrece una retórica definitiva. Los subterráneos tiene algo de eso, de percepción atenta antes que celestial inspiración. Kerouac se proyecta allí como un escritor de costumbres, aquel que debe desarticular la gramática de una tradición literaria para encontrar una nueva forma de expresión de un tiempo efímero. ¿Cómo expresar el horror indecible de la muerte cuando no hay vocabulario para ponerlo en palabras? parecía preguntarse Ingrid Bergman en la Europa 51 (1952) de Roberto Rossellini cuando la pérdida de su hijo la lanzaba a un limbo sin lenguaje.

Ese intento de amalgamar una expresión posible de su tiempo es el que impulsa a Kerouac a la escritura. El mismo que precipita el recorrido de la burguesa Bergman por espacios tan ajenos como lo era la barriada de pobres que descubre en las largas caminatas hacia su propio santuario. Cine y literatura aquí sí encuentran un ritmo compartido, alejado de esa impronta de relato firme que Rossellini y sus discípulos se encargaron de perseguir. Ese que, al igual que el latir desesperado que agita a Kerouac, convive en sus letras y en aquellas imágenes del italiano. ¿Hubiese sido Rossellini el intérprete ideal de aquella novela esquiva, publicada años después de sus películas neorrealistas, del desprecio de la crítica italiana por sus odas burguesas con la Bergman, del periplo por India que terminó en documental y reflexión sobre toda una trayectoria? Quién sabe.

 

Por otro camino

Por lo pronto no parece haber sido Ranald MacDougall el nombre ideal, dados los resultados. MacDougall fue guionista de exponentes notables de género como El suplicio de una madre (Mildred Pierce) de Michael Curtiz y Objetivo Birmania (Objective, Burma!) de Raoul Walsh, ambas de 1945; familiarizado con los tópicos del film noir en aquel período, su ejercicio de la adaptación pareció más suelto bajo la órbita de la Warner Brothers y su realismo, que en el colorido y brillante mundo de la Metro. Fue productor esporádico, incursionó en la ciencia ficción de los 50 con Marabunta (The Naked Jungle, 1954) de Byron Haskin, y experimentó la catástrofe en primera persona cuando participó del equipo de escritores del desmadre de Cleopatra (1961), la epopeya que casi fundió a la Fox. Pero es difícil atribuirle el fracaso de The Subterraneans (1960)[3], de la que ni siquiera fue guionista, una película anacrónica ya desde su misma concepción, filmada durante los estertores de la censura del Código Hays, la única junto a Los jóvenes amantes (The Young Lovers, Samuel Goldwyn Jr., 1964) que la MGM nunca editó en video y que fue enterrada en las arcas de la vergüenza de la exhibición.

¿Cuáles fueron las razones del monumental traspié? Probablemente múltiples. Ciertas imposibilidades del material de origen para ser traspuesto, ciertas limitaciones y oportunismos de los ejecutivos del estudio, cierta inexperiencia del propio director para encontrar una película posible, aunque fuera lejana al universo de Kerouac y los beatniks. Porque en definitiva lo que ocurre con The Subterraneans es que tampoco funciona como una película autónoma de la novela, como sí lo hace Breakfast at Tiffany’s[4] (1961), tejida sobre la letra de la nouvelle de Truman Capote. Y la comparación es válida porque allí hay varios puntos de contacto: la condición de escritor del protagonista, la aparición de George Peppard como representante de esa juventud bohemia y la reconfiguración de componentes espinosos del material literario en otros más aceptables para el cine (la prostitución en Breakfast at Tiffany’s y la condición negra de Mardou en The Subterraneans). Ambos se diluyen en sus versiones cinematográficas, se trocan en eufemismos, en derivas tramposas e infieles. Pero, ¿por qué Breakfast at Tiffany’s sigue siendo una película interesante, con escenas icónicas como la de Audrey Hepburn desayunando frente a la vidriera de Tiffany & Co., melancólica y eterna, y The Subterraneans terminó siendo mala palabra?

También aquí hay varias explicaciones. Nacido en el corazón sureño de Luisiana, amigo de Harper Lee y primo lejano de Tennessee Williams, Truman Capote fue un exponente extraño de la literatura sureña que reverdeció en los años de la posguerra después de su llegada a Nueva York. Pese a ser recordado como pionero en el nuevo periodismo de los 60 con A sangre fría, en los 50 había escrito cuentos, nouvelles y obras de teatro que registraban su experiencia como outsider en la gran metrópoli. “Creo que he tenido dos carreras”, recordaba en una entrevista con la revista Playboy en 1968[5]. “Una fue la carrera de la precocidad, aquel joven que publicó una serie de libros que fueron realmente importantes [quizás la clave estaba en Otras voces, otros ámbitos], que incluso puedo leerlos ahora y evaluarlos favorablemente, como si fueran la obra de un extraño. Pero mi segunda carrera comenzó con Breakfast at Tiffany’s. Implica un punto de vista diferente, un estilo de prosa diferente, fruto de una evolución: una poda y adelgazamiento hacia una narrativa más tenue y clara”. Ese estilo directo y despojado, a diferencia del alambicado propio del gótico, es el que les brindó a Blake Edwards y a su guionista George Axelrod la materia para un autónomo ejercicio de adaptación.

Y es así cómo funcionan las infidelidades en el cine. Una novela en primera persona que se concentra en la evocación de una mujer—la emblemática Holly Golightly—, a partir de una fotografía vieja, luego el recorrido de los inicios como escritor del narrador, el desliz sobre aquel tiempo pasado. Todo ello es filtrado en una película que funciona como termómetro del presente de los 60, que transforma a aquella mujer cercana al imaginario sensual que concentró Marilyn Monroe en los 50 en la figura apolínea de Audrey Hepburn en los 60, que instala un humor grotesco en el oriental que interpreta Mickey Rooney -heredero de la slapstick que Edwards admiraba de sus mentores del mudo-, y que cierra en una historia romántica con melodía de Henry Mancini y beso bajo la lluvia. No queda demasiado de la corrosiva inventiva de Capote, de aquellos artistas de la calle como Golightly -que vendían sexo para sobrevivir y ser otros-, de ese glamour decadente que algo recordaba al clima denso de la decadencia sureña. Lo que renace en el cine es una comedia inoxidable, protagonizada por una cenicienta moderna, una princesa oculta bajo los ropajes de una frívola de sociedad que encuentra en el amor su última redención.

Nada de ello supieron hacer MacDougall y su guionista Robert Thom: no hay mundo donde llevar los trazos narrativos insinuados por la encendida prosa de Kerouac. El fracaso de esa reinvención es el mayor pecado de la película antes que su declarada infidelidad. ¿Quién puede reprocharle que no le haya hecho justicia al espíritu de Los subterráneos si quizás no había forma de subir aquella obra al plato de ninguna balanza? Pero la conversión de la historia en un manual para la bohemia, signado por el fallido intento de puesta en escena musical inspirada en la Gigi (1958) de Vincente Minnelli a la que aspira evocar Leslie Caron, es lo que agudiza el estrépito de su fracaso, de su medianía. Ya no es solo un desencanto para los admiradores de Kerouac, o para quienes aspiran a ver plasmado el espíritu beatnik en el cine por fuera del New American Cinema y algunos ejercicios del underground, sino el ejemplo de cómo esa veterana generación de ejecutivos de los grandes estudios no terminaba de sintonizar con los dilemas de la juventud que se venía.

 

Amor con barreras

La leyenda que inaugura la transposición de Los subterráneos no podía condensar de manera más sintética su propia maldición. “Esta es la historia de una nueva Bohemia, donde los jóvenes se reúnen para crear y destruir. En todos los tiempos, en todas las ciudades, para bien y para mal, los jóvenes bohemios han sido los artífices del futuro. Son tontos y tienen genio. Los encontrarás en la Rive Gauche de París, en el Soho de Londres, en el Greenwich Village y aquí en San Francisco, en la zona conocida como North Beach”. Leo Percepied (George Peppard) es un joven escritor de 28 años, desempleado y con un pasado de deportista olímpico, que vive con una madre entrometida y conservadora que quiere que se case y siente cabeza. Todo ese cuadro inicial es tan artificial como el decorado que lo enmarca: el pasado de Leo como trabajador en el ferrocarril, su condición de escritor bohemio, el conflicto generacional con su madre. MacDougall afirma esa presentación en los enclaves de un musical que carece de ritmo y coreografía, anunciando el camino hacia ese retrato que vendrá desde la misma impostura de su concepción.

Cuando apareció En el camino (1957) de Kerouac, y el poemario Aullido y otros poemas (1956) de Allen Ginsberg, la crítica estadounidense intentó digerir esa irrupción como un pataleo caprichoso y arbitrario pero condenado a su unicidad. Fueron llamados escritores de un solo libro, recicladores de un gesto anárquico ya conocido, ecos de la generación de F. Scott Fitzgerald que se silenciarían en la misma duración de su vertiginosa juventud. Algo de aquella reacción se condensa en la leyenda que presenta a la película, destinada a los espectadores adultos y sus reparos preventivos respecto a lo que van a ver. Entonces ese paraguas se completa con la introducción de un bosquejo banal y desvencijado de esa juventud de los 50 que directores como Elia Kazan o Nicholas Ray habían retratado con hondura y verdadero afecto. Nada queda siquiera de la inquietud que preside a películas como Al este del paraíso (East of Eden, 1955) o Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, del mismo año) sino que en estos inaugurales 60 se ofrece un compendio de lugares comunes sobre los artistas que pululan por los bares de San Francisco bajo la perezosa etiqueta de una bohemia universal.

Sin embargo, como si esa desafortunada entrada no fuera suficiente, la presentación de Mardou viene a coronar la perfecta traición. Interpretada por Leslie Caron, blanca y de origen francés, con un pasado de abandonos y problemas psiquiátricos, esquiva todo el conflicto racial para situarse como la destinataria de un romance conflictivo por los vaivenes de la edad y la inmadurez propia de los artistas. La confección de esta nueva heroína, que pierde toda la riqueza de aquel personaje ideado por Kerouac, opaco y resistente en un mundo en ruinas, dueño de una épica febril y silenciosa, no desemboca en la esperada reinvención. Nada puede hacer Caron con ese títere que le han dado para interpretar, nada puede brindarle más que su movimiento chispeante y decimonónico con el que había vestido a su jovial Gigí. La nueva Mardou carga encima con la persistente mirada juzgadora de la película, que la cree caprichosa y enfermiza, que le hace pronunciar frases vergonzantes como “No quiero ser una chica buena” y que la condena al limbo dramático.

Lo que viene después es una infantil excursión a eso que la película define como “Bohemia” con mayúsculas. Una especie de estudiantina rebelde y colorida que habla de subterráneos para definirse en un sótano. Roddy McDowall emerge como una versión MGM de ese Yurie Gligoric que ofrece a Kerouac un contrapunto de su propio ego. Un escritor definido por monólogos teatrales, por pinceladas superficiales, las mismas que cifran la provocación de Roxanne (Janice Rule) en el baile y el vestido. Aquí se percibe el atisbo de la oportunidad perdida de la película, el haber sido un musical emancipado de la letra original de Kerouac, un antecedente de Amor sin barreras (West Side Story, 1961) que no tuviera nada que ver con la novela pero que fuera simpática y algo provocadora. El estilo moderno de la danza de Rule –esposa del guionista Thom- condensa el sentido limitado de la rebeldía que podía tolerar la MGM, pero por lo menos nos regala una de las pocas escenas de cierta autenticidad. Y la edulcorada banda sonora de André Previn, una abominación para la esencia del movimiento beatnik, podría haber sido un escape para lo que resulta ser una trampa sin salida.

 

Coda

¿Qué película habrán imaginado los ejecutivos ávidos de seducir espectadores jóvenes y esquivos a dejar su dinero en las salas en los albores de la década del 60? La generación beatnik era solo una respuesta teórica. Una forma de arte impuro que en la experiencia de lo directo de la vida encontraba el camino a lo trascendental. ¿Era posible trasladar eso al cine bajo las vestiduras de una narrativa clásica, de las convenciones de géneros como la comedia romántica o el musical, encarnando la mirada de un estudio familiar y conservador como la Metro? En esa incipiente contracultura, Kerouac regurgitaba su inspiración jazzística, el culto a la improvisación, los juegos del lenguaje, el ritmo del pensamiento en palabras. El contacto con otros como Ginsberg o William Burroughs, con los habitantes de esos callejones oscuros, los bares de medianoche, los viajes en taxi al pasado, eran el alimento preferido de la creación.

Lo que ese impulso eléctrico para la literatura generó en su encuentro con el cine justo en el crepúsculo de la era pasada, con las majors asediadas por los números rojos que traía el adelgazamiento del negocio, la competencia con la TV y la madurez de los cines europeos, fue una especie de intento de descarada explotación de las temáticas juveniles en una versión kitsch y edulcorada que les permitiera seguir un tiempo más a flote. MacDougall quería abrir la película con una pintura de Pollock o Rothko pero debió ceder a una postal turística del Golden Gate de San Francisco. La frase iba a ser fiel a la descripción de Ginsberg de “los subterráneos” pero terminó siendo un clisé que oficiara de secretas disculpas. El blanco y negro de la austeridad se convirtió en el Metrocolor y el Cinemascope de una opulencia equivocada.

The Subterraneans fue el intento de explotar para el negocio una idea de juventud que acababa de modelarse, exenta de contradicciones, empaquetada bajo la apariencia de una rebeldía extraviada pero efímera como la descubierta adolescencia. Es cierto que intentó expresar una nueva sensualidad en el baile en el tiempo previo al rock and roll, hacer del desconcierto del crecimiento una historia de aprendizaje, y usar los colores de un cine exuberante como síntoma de inconformismo. Pero lo que finalmente cosechó fue el repudio ofendido de los fans de Kerouac, un disparo fallido de provocación al no animarse a ser un verdadero musical contracultural, y un destino de olvido en un cajón del estudio como último exponente de su propia ambición de explotación.

 


[1] Cita que aparece después de los créditos en Antes de la revolución.
[2] Miller, Henry; “prólogo”, en Los subterráneos, Ed. Anagrama.
[3] En Argentina estrenada como Furia de juventud.
[4] En Argentina estrenada como Muñequita de lujo.
[5] M. Thomas Inge (ed); Truman Capote: Conversations, Univ. Press of Mississippi, 1987 (la traducción es propia).

Paula Vazquez Prieto

Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA). Fue redactora de la revista El Amante/Cine desde 2005 a 2012, y fue productora periodística de El Amante TV en su tercera temporada. Es redactora del suplemento Radar de Página/12 desde 2012. Es directora y editora de la revista digital Hacerse La Crítica (www.hacerselacritica.com) desde 2013. Trabajó en el diario del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en las ediciones de 2015 y 2016. Escribe en la sección Espectáculos del diario La Nación desde 2017 y en La Nación/Revista desde 2023. Ha publicado artículos en los libros de Hacerse La Crítica: Vol. 1 Pampa bárbara, Vol. 2 La imagen fisiológica, Vol. 3 El acto de la crítica, Vol. 4 Arqueologías y Vol. 5 Las batallas infinitas. Publicó un artículo en el libro homenaje a Ingmar Bergman en el Río de la Plata, Che Bergman, editado en 2017. Publicó un artículo en el libro Giallo. Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano, editado en 2019. Publicó un artículo en el libro Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat en el cine, de Alción Editora. Publicó un artículo en el libro El reino del miedo. Stephen King en el cine (2022) y otro en No me cuentes el final. El cine de M. Night Shyamalan (2023), ambos de Editorial Cuarto Menguante. Fue jurado del Fondo Nacional de las Artes de Becas de Creación Audiovisual en 2017. Es miembro de Fipresci Argentina y de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina (ACCA).