Fotografía © Anya Miroshnichenko

LA PRINCESAENANA


MARINACLOSS

Cuando cayó la primera gota, el lila se desvaneció y la sangre de la reina comenzó a espesarse. Las hechiceras llegaron suavemente, envueltas en sacones de pasto. Los tres pares de ojos plateados parecían agujeros en el agua.

La reina preguntó, asombrada:

–¿Cuál es mi enfermedad? ¿puedo morir?

Pero una de las hechiceras le dijo:

–No. Es mejor que aguarde. 

La otra susurró el diagnóstico preciso:

–En época de lluvias, a veces las mujeres contraen su sangre. La arrastran hasta la pelvis con la respiración. Con un hilo dorado, la sujetan a sus músculos y la nutren con polvos horribles; necesitan varias noches para dar a luz. La criatura es hermosa y se muere enseguida. Pero un casamiento a tiempo puede llegar a torcer su mala estrella.   

La reina se mostró preocupada. Respiró largamente y esperó al rey. Pasó dos noches, tres noches recogida entre almohadillas. A la cuarta, algo rompió sus hilos de oro y bajó de la sangre de la reina como un grumo liberado.

–¡Nació una niña! –cantaron los barcos, las sirenas se abrazaron a las astas.

Ella era preciosísima, de carne de gaviota y bordes de polvo, los ojos más pálidos que azul. Parecía la ruina de lo invisible. Un rasgo momentáneo de la luz. Desde las banderas de las torres, hasta las piedras preciosas, hicieron sus alegrías. La princesa creció en su cuna de amparo. Era robusta y bonita. Pero un detalle preocupaba a los padres: la niña no crecía, parecía haberse enquistado. 

Los padres hicieron fuerza, la estiraron hacia arriba, pero su cuerpo no cedía un palmo, siempre volvía exacto a su brevedad. Los vestidos que la mamá exigía, le caían muy por debajo de lo recomendado. 

Al llegar a la edad de los bailes, la enana se perdía entre los horizontes de polleras. Fue entonces que los padres decidieron hacer algo al respecto. Sujetaron sobre la espalda de la hija un cabrestantes y algunas vigas. Desde los delicados hombros, se pusieron a trabajar. Amontonaban flores insuperables; con hilados cristalinos subían sobre la pequeña cabeza algunos adornos, las joyas más emotivas de su reino. Plumas de pájaro hacían caídas desde la altura. Un espaldar amplificado subía un poco por encima del tope de los volados. 

De la enana, se decía:

–Ahí viene ella, y su ornamentación desconsolada.

Pero las construcciones que los padres se empeñaban en proseguir no movían a nadie a la risa, ni mucho menos. La visión de la enana con su torre personal de flores y canarios se había transformado en un monumento. Durante las fiestas, su entrada suscitaba algunos minutos de silencio y pura contemplación: el modo en que un relámpago caía desde la cúspide de la estructura hasta su pequeña cabeza coronada; el revoloteo de avispas que usó en ocasión de una caminata primaveral; los guantes blancos que pendían de lo alto de la viga como asombrosas manos de doncellas muertas. El mundo entero admiraba las columnas torcidas que subían desde el centro de la nuca, hasta mucho más allá del final de los peinados.

Al mismo tiempo, la construcción iba ganando en altura y superaba ya ampliamente la totalidad de los tocados. En ocasiones de importancia, se extendía un poco más alto e incluso alcanzaba a rozar, con ironía, algunas lámparas del techo.

Sólo la princesa sabía el peso de aquel espaldar magnífico. Luces, moscas, vidrios y retratos. Ella misma realizaba los planos para la próxima construcción. Los sirvientes terminaban trepados a alguna escalerilla, porque la cúspide del espaldar empezaba a estar siempre por encima del tamaño humano.

Sin embargo, por más decorativos que fuesen sus esfuerzos, ni los sirvientes, ni el papá, ni la mamá ni la misma princesa habían sido capaces, hasta ahora, de suscitar, con sus edificios, ni siquiera un tímido noviazgo.

La mamá se quejaba y decía:

–¿Qué no ven la rosa roja? ¿y los elementos de agua hilvanados a mano? ¿Y estos caireles pulidos en los últimos confines de la tierra? Si ella no se casa, morirá debajo de semejante cosa. Y el féretro tendrá que medir el doble de un cuerpo humano normal. Esto, en el fondo, también es vergonzoso.

La princesa enana lo consideraba. Dijo al fin que sí, que el largo de su cuerpo, prolongado por la construcción, se había vuelto un tanto intolerable.

–Hay que empezar a cortar de abajo para arriba –opinaron las amigas. 

Y la mamá asintió. Gritó efusiva:

–¡Fuera los zapatos! 

Y descalza asistió la enana a la siguiente fiesta.

Pero no fue suficiente. Su disminución apenas se notó entre los aficionados.

Mientras tanto, la mamá comenzaba a sentirse intranquila. Alguna manera tenía que encontrar, corría peligro la vida de la enana. No se le ocurrió otra solución que instalar en la cima de la construcción a un par de cigüeñas gigantescas.

Ambas sacudieron sus cuerpos con fuerza y luego de unos minutos, la enana al fin emprendió vuelo. Estaba a dos o tres centímetros del suelo, pero ya era capaz de mantenerse flotando. Ahora sólo hacía falta cortarle los pies, para alejarla unos centímetros más de la tierra.

Mientras se los recortaban, la enana lagrimeó.

Desde entonces, se sucedieron las fiestas a las que la enana llegaba flotando. Parecía un pájaro mecánico, los invitados abrían las filas para dejarla pasar. Pero las cigüeñas que permitían el vuelo se fatigaban de prisa o soltaban en el aire perfumado algún magnífico desquite de excrementos. 

–Ya no las soporto más –dijo la enana; y la mamá comprendió. 

Retiraron a las cigüeñas con otros elementos, al tiempo que unos sirvientes iban colocando un motor y cierto número de hélices, en un doblez disimulado. Hicieron una sola prueba, pero la enana levantó vuelo enseguida. Se movía por la altura delicadamente, sabía trazar pequeños círculos y hacer algunas gracias para el que la mirara.

–Pero habrá que cortar un tantito más, por encima del tobillo –dijeron las amigas. 

La enana se inclinó de miedo, y sin embargo, dijo: 

–Acepto. 

La mamá estaba orgullosa: podrían avanzar hasta las rodillas. Con que se conservase intacto el útero, era suficiente.

Fue la última fiesta a la que asistió. Llevaba un vestido verde con caracteres de musgo y algunas manchas violáceas; perfumes sagrados y una tiara de sapos.

El espaldar fue decorado con delicadísimas burbujas de artesanía; bastones de oro sobre los que algunos pájaros se posaban a beber, rodeados de fuentes de profundidad celeste y ondas cálidas. 

Esta vez, ella era en verdad lo más hermoso de la fiesta. Pero dada la poca práctica con el motor, bailar le significaba un esfuerzo espantoso. Chirriaba con desconcertante indiscreción. Salía volando para arriba cuando su partenaire menos lo esperaba. Así que la fiesta terminó sin príncipe ni matrimonio. El fracaso hizo que la mamá perdiese esperanzas. Las amigas empezaron a toser.

–Estoy enferma; adiós. Me voy. –decían todas. 

Y la enana no se los pudo reclamar. Tanto tiempo en el aire, hasta a ella misma le había provocado náuseas.

–Me iré al bosque –reflexionó– Allí los pájaros salvajes me desvestirán. Alquilaré la construcción. Las serpientes extintas tendrán dónde pasar sus inviernos. Dormiré entre las ramas, para que nadie me vea. 

La mamá estaba tan afligida por el fracaso de la fiesta, que no llegó a notar del todo la desaparición de la enana. El rey lloró un poco al verla partir, pero dijo que era lo correcto, que esas hélices, en el castillo, propiciaban el desorden y los ataques de alergia. 

La enana flotó rechinando hasta el bosque y allí revoloteó sin fuerza, pero con una alegría natural. Los pájaros la querían, hasta se acercaban mucho y trataban de imitar su vuelo.

Un buen día, entre los árboles, la enana vio pasar a un príncipe aterido por el frío y deseó ofrecerle el techo de la construcción para pasar la tarde. El príncipe no la veía, pero ella presentía que estaba, por fin, a unas pulgadas del cariño. Para mostrarse en todo su esplendor, invitó a sus aves amigas a que volaran junto a ella en una ronda de animales intocables.

Entonces, el príncipe al fin la avistó. Era el pájaro más raro que se pudiera concebir, tenía un brillo metálico entre las plumas, y ambas piernas se terminaban en un par de muñones cicatrizados.

Aún no se había casado, pero, al verla, el príncipe no pudo pensar en otra cosa que en una doncella. Y dijo: 

–A quien quiera que se convierta en mi esposa, yo le regalaré una pluma de este pájaro.

Y extrajo la flecha de su carcaj, dirigió hábilmente la punta y colocó en tensión sus dedos contra el arco.

La flecha salió disparada a una velocidad insensible. Llegó hasta la princesa y se hundió justo en el corazón. Pero el magnífico pájaro continuó girando en el cielo, pues los motores y las hélices seguían funcionando.

Cuento del libro La doncella aguja (Alción, 2012)

Fotografía © Anya Miroshnichenko

LA DESHONRA

Había llegado finalmente aquel día del baile que todos conocían en el pueblo como “El Anunciado”. Un altoparlante describía el salón de ventanas muy puras, las hojas de incienso que cubrirían los muros, bajo la luz cornuda del primer amor. Se llamaba a las mujeres que habían recibido, en los últimos meses, la sangre de su primera visita.
–El resto, guárdese de asistir –decían los anuncios– es para la virginidad. En el calor nocivo de los valses.
Decenas de jovencitas brotaron, confundidas, desde debajo de las vacas.
–¡El autoparlante! –gritaban, como vagabundas, soltando la leche que bajaba en gotas por sus paños. Y se oía de fondo, una música de címbalos. No siguieron al parlante entonces, porque sus zapatos eran inútiles, y pesaban lo mismo que un reloj o una medalla.
Pero, al alba del otro día, montaron sus ovejas y partieron al galope. Vieron, por los caminos, comitivas enteras de palomas montadas. Por mala voluntad, el salón de los valses se había construido en las afueras del pueblo. Todas las muchachas se dirigían hacia allá.
–Ahí van –decían los padres, señalando los agujeros por los que las hijas habían huido. Todo se había vuelto firme, y anunciado en exceso.
Las ovejas alcanzaron el salón tan exhaustas que murieron a los pies de la colina. Las jóvenes, lastimosas, se habían bordado las mangas con algunas frases. Decían: He visto, Socorro y No miento. Caminaron entre las ovejas muertas de fatiga. Entre los pastos, las muchachas vislumbraron el salón en forma de ronda. Por los tragaluces, se oían las hojas que el viento iba desprendiendo. Una lanza marrón figuraba al costado del umbral, como si un soldado no fuese necesario para un arma tan certera. Los árboles estaban saturados de pañuelos coloridos. De las ramas colgaban velas dulces y globos con forma de espadas.
Cuando las jóvenes recompusieron sus sentidos, una balada comenzó a sonar. Estaban solas, no había ni siquiera un animal, y el agua bajaba de un cántaro a otro, como en un himno. Algunas recorrieron el salón, mirando amargamente por las ventanas. Dijeron haber visto un rostro enorme, que no conversó.
–Un rostro sin ojos ni boca. Solamente barba y luces.
Y porque oían los himnos, danzaron, irremisibles.
Desde afuera, se oían algunos sonidos, como si las lunas y las moscas se acercasen. Hasta que sonó la balada de beber y se bebió. Sonó la balada de blasfemar y ellas bailaron sobre panes consagrados. Finalmente, sonó una puerta abierta, allá en lo hondo: en la escoria.
–¡Ay! –gritaron todas, hundiendo sus cabezas entre las rodillas de sus hermanas.
Los novios aparecieron, sin que ellas abandonaran sus lugares.
–No puede bailarse bajo esa luna –decían algunas, bailando.
Y la tormenta parecía volver. Más cerca aún. Más íntima. Los novios las llevaban temblando, de aquí para allá. Algunas se pegaban a los vidrios de los tragaluces y lloraban, embriagadas.
–No es lícito besar a las piedras –se aconsejaban una a la otra, dobladas de tanto bailar.
A la madrugada, los padres golpearon las paredes, para obligarlas a volver a la casa. Cada uno montaba, llorando, su propio carro. Cada madre ocultaba en su cabello un rostro asustado. Las hijas iban brotando de a una, al costado de la lanza del umbral. Y salían espléndidas, como aerolitos, o preñadas y ojerosas, o jorobadas, transformadas en erizos.
Apenas las alcanzaban, los padres les decían algo al oído y trataban de acunarlas. Pero las madres pateaban el suelo con furia y no las querían ayudar a montar.
–Así que se terminó –decían en tono de reproche, fidedigno.
Pero las muchachas subían tropezando a las monturas. Los carros comenzaban a alejarse con sus torpes motorcitos, hacia los hogares extraños e iluminados.

Cuento del libro El violín a vapor (Alción, 2014)

Fotografía © Anya Miroshnichenko


marina closs

Nació en Aristóbulo del Valle, Misiones en 1990. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y becaria doctoral de Conicet. Publicó dos libros de cuentos La doncella aguja (2013), y El violín a vapor (2016) y una variación fantástica sobre la vida de Jesús llamada El pequeño sudario (2014). En el 2018 ganó el primer premio del concurso de cuentos del Fondo Nacional de las Artes por Tres truenos; y el premio Angélica Gorodischer por la novela Álvar Núñez: trabajos de sed y de hambre. Ambos libros fueron publicados durante el 2019, además del conjunto de relatos Tascá Skromeda que apareció durante el mismo año en formato virtual (editorial Neural).