Fotografía © Amaury Martinez

Guayaquil, cuerpoy pandemia.


Miguel AntonioChávez

Desde hace cuatro años, mi cuerpo vive fuera de Guayaquil, pero mi mente y mis emociones han seguido con ella: sobre todo ahora, en plena pandemia. Buena parte de mi vida he recorrido y me he sofocado en sus calles bulliciosas, rodeado de amigos aunque, lamentablemente, con cada vez menos árboles para abrazar. Viví en esa urbe a quien han llamado desde hace décadas “La Perla del Pacífico”, hasta experimentar la ominosa transición hacia “La Wuhan de Latinoamérica”, como un diario español la bautizó a esa, mi ciudad natal, en el momento más crítico de este annus horriblis. De esa forma Guayaquil, la ciudad lúbrica, tropical, caótica e insaciable, víctima del virus, quedaba sentenciada ante el mundo como el ejemplo de lo que no se tenía que hacer.

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Primero la consciencia de que allá afuera ronda un enemigo muy poderoso. Y que la coraza que tenemos por cuerpo puede ser tanto nuestra protección como nuestra condena. Que el lavado obsesivo y meticuloso de las manos. Usar o no usar mascarillas. Que primero nos dijeron que no, pero que luego nos dijeron que sí, ya que la evidencia científica pudo más que la acción política que pretendía que no las usáramos para evitar el desabastecimiento en los hospitales. Y las manos, nuestras hiperkinéticas manos, las mismas con las que nos tocamos la cara y el cabello, con las que nos rascamos y le pasamos una y otra vez los dedos a la pantalla de nuestros Smartphones, con las que nos masturbamos, con las que apoyamos nuestra cabeza en la almohada para intentar conciliar el sueño. Las manos con las que damos instrucciones, con las que negamos nuestras cagadas, con las que golpeamos la mesa cada vez que nos llegan noticias desde el hospital y nos enteramos de que hace falta tal medicina, y que está escasa, y nos toca llamar o enviar mensajes, incluso a quienes no les caemos tan bien o a quienes habíamos dejado de hablarles ex profeso. Las manos con las que nos damos consuelo, con las que nos decimos hoy no tengo ganas.
Para quienes no han vivido el encierro sin un familiar o amigo grave, a punto de morir, quizá todo esto sea una exageración. De ahí que surja ese deporte extremo, fruto del fanatismo y la ignorancia, llamado “negacionismo” que tanto excita a los fanáticos de Trump y Bolsonaro. Para los corazones que hemos sido apuñalados tras la llamada del médico en medio de la madrugada con la fatídica noticia, el resto del cuerpo se vuelve un guiñapo de narices rojas, gargantas irritadas y dientes que muerden los puños temblorosos, no por placer de la carne, sino para aplacar la furia de nuestras lágrimas.
Desde mi lejana cercanía, he sido testigo de cuerpos encendidos de ansiedad, impaciencia e ira por cada vez que llamaron inútilmente al 911 y la ambulancia nunca llegó para llevarse a sus familiares, quienes yacían en el mismo mueble de la sala en donde hasta hacía poco gritaban los goles de un deporte que hoy no sabemos si en verdad es imprescindible. También, he sabido de quienes han tenido que sacar de los hospitales a sus familiares inertes y lograr su cremación. Durante las semanas más críticas, las colas de los crematorios parecían más largas que las de los compradores en un Black Friday. Pocas cosas pueden ser más traumáticas o gore que constatar que aquel cuerpo que una vez nos besó y abrazó no aparece en las morgues colapsadas de los hospitales, pero que alguien sabe dónde está, y ese alguien está dispuesto a hacernos esa búsqueda a cambio de un monto cercano a mil dólares. Así de infame llegó a ser la ciudad que me parió. La que le tocó amanecer durante semanas con cadáveres en sus calles, apenas envueltos en sábanas o fundas de plástico. Unos muertos que muchos se negaron a reconocer por la vergüenza que eso resultaba ante el mundo. Una periodista indolente, parcializada ante el gobierno, llegó a molestarse por la difusión en redes sociales del caso de un señor desesperado, con tanque de oxígeno a cuestas, que suplicaba atención al pie de las puertas de un hospital público que no tenía cama para él. Fue la misma periodista que llegó a insinuar que literalmente se aislara a toda Guayaquil, la salvaje e indisciplinada, para que se jodiera sola, y no así a la capital y al resto del país. Hoy Quito, la capital, registra muertos en la misma o mayor cantidad que La Perla/ Wuhan durante marzo y abril. Y el hombre del tanque de oxígeno, como era de esperarse, finalmente falleció.
En pandemia, nuestros cuerpos suplican para que nos baje la temperatura, y que tengamos a otro cuerpo a nuestro lado que impida que nos lancemos por el balcón. En pandemia, nuestro mejor orgasmo es sentir una caricia, tener una sábana debajo de la cual podamos mirarnos cara a cara con ese otro que conoce a qué saben nuestras lágrimas. En pandemia, la yema de nuestros dedos puede obrar más prodigios que nuestras palabras.

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“En aquel período de la epidemia, las personas fueron inducidas por sus pasiones a excesos apenas creíbles. Pienso que estas cosas son tan conmovedoras como todo lo demás. ¿Qué podría afectar más a un ser en plena posesión de sus facultades y qué podría causar mayor impresión en un alma que la vista de un hombre casi desnudo que sale de su casa, o acaso de su lecho(…)?”, escribió Daniel Defoe en Diario del año de la peste (1722), cuyo narrador testigo se asombra de que aquel pobre hombre esté bailando y cantando, haciendo extraños gestos, mientras un grupo de mujeres y niños corren tras él, suplicándole que regrese, e imploran en vano ayuda a los espectadores, quienes no se atreven siquiera a acercársele. Aquel infeliz sufría atrozmente, asegura el narrador que atestigua con horror esta escena desde su ventana: “tenía dos abscesos que no lograban reventar ni supurar. Al parecer, los médicos habían tenido la esperanza de atravesarlos con cáusticos muy violentos, y estos todavía estaban en su lugar, quemándole la carne como un hierro al rojo. No sé qué fue de aquel hombre, pero pienso que continuó deambulando así hasta que cayó y murió”.
En pandemia no invitamos a la muerte a jugar ajedrez, como en la película de Bergman, sino que somos más osados: la sacamos a bailar. Y en nuestra osadía, elegimos la pieza que bailaremos, incluso la forma en que acariciaremos su cadera durante el baile, aún a sabiendas de que la última palabra y movimiento no los tendremos nosotros. En pandemia, nuestro mejor orgasmo es imaginar que tenemos esa posibilidad. Bailaremos aunque se aplane la curva, aunque nos digan que la “nueva normalidad” será mejor. Nos tocaremos como el tributo más sincero a nuestro sistema nervioso. Con media cara cubierta, aprenderemos a hacer el amor con nuestros ojos.
De “semáforo rojo”, Guayaquil pasó a “verde” a finales de mayo. De una estricta restricción vehicular, a un retorno a las actividades habituales de esta ciudad fenicia. Nada asegura que pueda impedirse en las siguientes semanas un nuevo rebrote, con muchas más víctimas y mayor descontrol. Sin embargo, para Guayaquil no hay tanathos que por eros no venga: los moteles han vuelto a abrir.

Fotografía © Amaury Martinez


Miguel Antonio Chávez

(Guayaquil, Ecuador. 1979). Narrador, guionista, docente universitario y traductor. Elegido por la FIL Guadalajara 2011 como uno de “Los 25 secretos mejor guardados de América Latina”. Finalista del Premio Juan Rulfo (Radio Francia Internacional, París, 2007). En cuento, ha publicado Círculo vicioso para principiantes (Cuenca, Ecuador, 2005) y La puta madre patria (Librosampleados. Ciudad de México, 2014). En teatro, La kriptonita del Sinaí y otras piezas breves (Quito, 2013). En novela, La maniobra de Heimlich (Altazor Editores. Lima, 2010 / Arte y Literatura. La Habana, 2013) y Conejo ciego en Surinam (Random House Colombia. Bogotá, 2013 / Campaña de Lectura Eugenio Espejo. Quito, 2017 / Sudaquia Editores. Nueva York, 2018). Realizó la selección y prólogo de GPS: antología de cuentistas ecuatorianos 1975-1984  (Sed de Belleza. Santa Clara, Cuba, 2013). Cuentos suyos han aparecido en numerosas antologías nacionales e internacionales como: Asamblea portátil (Casatomada. Lima, 2009), 22 escarabajos: antología hispánica del cuento Beatle (Páginas de Espuma. Madrid, 2009), Ecuador cuenta (selección de Julio Ortega. Del Centro Ed. Madrid, 2014), entre otras. Coautor del guión de largometraje Hablar solos, basado en la novela homónima de Andrés Neuman. Tradujo al español la novela The Revolutionaries Try Again, de Mauro Javier Cárdenas. Estudió el MFA de Escritura Creativa en Español de NYU. Actualmente cursa el Doctorado en Hispanic Studies en la Universidad de Western Ontario.