El promotor del caos


Maximiliano Storck

Un hombre sin Dios es como un perro sin barrilete
Grafiti escrito en una mesa del bar Tokio, Villa del Parque

Worst of all is the not knowing that it is a game
Thimoty Leary. Behaviour and its change

 

 

Derrota tanto como pulso, latido, ritmo, golpe e incluso beatitud son algunos de los términos a los que el polisémico rótulo beat alude. Ante un campo semántico tan extendido, el rodeo o incluso el paseo o la deriva parecen surgir como las mejores estrategias para apreciar los fenómenos más representativos de esta generación de escritores y artistas. Pero al centrar nuestra atención sobre el Doctor Timothy Leary, figura satelital y a la vez amplificadora del movimiento, la estrategia, afectada por su particular magnetismo, se desfigura en un remolino que atenta con confundirlo todo.

Lo beat suele entenderse como un intento vitalista por despertar de la pesadilla de la Historia. Al clima conservador que sigue a los horrores de la Segunda Guerra en Estados Unidos, el grupo beat opuso la disonancia de su música rabiosa, de su intransigente inconformismo, del desacato y la desobediencia, del libertinaje sexual y el clima esotérico oriental que caracterizan sus obras. Leary aparece en escena cuando los beat ya dieron acaso sus más fecundos frutos disruptivos. Montado en el mismo espíritu, suma, durante la década que sigue, su cóctel de autor: un fifty/fifty de herramientas clínicas modernas y pragmatismo arcaico.

Pero a diferencia de la generación beat, canonizada, Leary todavía constituye un tabú e incomoda. Lo que sigue es un intento de navegar su estela.

Leary (psicólogo con un PhD en Filosofía por Berkley, académico de Harvard, gurú hippie, candidato a gobernador de California, presidiario y prófugo de la justicia –conoció casi treinta cárceles en tres continentes distintos y llegó a ser vecino de celda de Manson– poeta, novelista, ufólogo, internauta pionero, primer hombre cuyas cenizas flotan en el espacio exterior), dejó una obra extensa y poco conocida en nuestro idioma. El grueso de su polifacético trabajo no fue traducido. No hace falta buscar demasiado el por qué. Su figura problemática, ambigua (Burroughs decía que había por lo menos veintitrés Leary), recuerda a arquetipos complicados de rituales de pasaje como el trickster o el Cuervo, el Coyote, Enki o Seth, por nombrar algunos de diversas culturas.

Ahora bien, ante la dificultad que plantea ubicarse frente al caos que Leary desata: unos gestos simples. Intentar leer los trazos gruesos de lo que comparten los artistas del beat y Leary –es decir, lo que tienen en común poesía, ciencia y filosofía durante los sesentas–; y de intentar apreciar las líneas ocultas de continuidad que hay entre sus prácticas de entonces y los desarrollos actuales en el campo psiquiátrico.

La poesía beat es una constancia de que no es poeta quien rasga la membrana del hábito sino quien, ante el caos que propicia, se dedica a encontrar, entre las palabras gastadas de su tribu, unas aún capaces de resonar con lo inédito.

Frente a ese mismo imán, la tarea científica busca otro equilibrio. Con sus variables y coordenadas, la ciencia extrae muestras del caos y mediante su análisis intenta predecir una visión –determinada o probable– del futuro. El trabajo científico consiste en detener el caos, enlentecerlo, filtrarlo, censarlo.

El arte busca volver el caos accesible a los sentidos. Para lograrlo, utiliza marcos (o motivos, como lo son Cherokee para Parker, el Kaddish para Ginsberg, o el viaje para Kerouac). La ciencia intenta reconocer pasajes del fenómeno. De sus relaciones con la otredad ambos oficios extraen factores extraños a partir de los cuales sintetizan la vitalidad que anima sus diversas variedades de la experiencia y sus variables de condensación. En sus conversaciones específicas, interpenetraciones y danzas, el arte y las ciencias componen con lo desconocido sus disímiles sinergias. Y, a pesar de sus diferencias, un mismo espanto las mantiene unidas: la doxa, la opinión común (fuente de automatismos).

Pero quien filosofa juega otro juego. Busca volver disponibles esas vías de vitalidad a través de redes de ideas o conceptos que relacionan entre sí diversos planos (digamos imaginarios, simbólicos y reales). Un concepto filosófico es una trama espesa. Frente a la detención vital, frente a la desconexión de los focos intensos que caracterizan a las constelaciones de ideas y experiencias ordinarias –los automatismos–, la filosofía construye artefactos conceptuales que vinculan elementos vitales disímiles, provenientes tanto de las ciencias como del arte. La filosofía rodea el caos, lo atraviesa por accesos diversos, lo vuelve transitable.

Estas tres disciplinas no son otra cosa que formas tradicionales de convivir con la otredad y de volverse, en el camino, individuos capaces de armonizar sensaciones interiores y exteriores. Estas disciplinas son formas, también, de resguardar esas armonías y disonancias, formas capaces tanto de representar sucesos como de provocarlos.

Y sin embargo, el efecto que produce la práctica de estas disciplinas no deja de ser paradójico. Con sus arduas maniobras, logran provocar, luego de mucho esfuerzo, zonas de vacío. Unas ausencias espesas, intensas, espaciosas, especiosas, que funcionan como atractores huecos, focos magnéticos, zonas de relativa inmovilidad en el discurrir. Y hacia esos vacíos paradójicos, en los que arde la llama invisible del presente, se dirigen como polillas, los cuerpos, a costa de un trabajo agotador. Y justamente debido a eso, debido al desgaste que implica sostener el viaje, sucede que los cuerpos, extenuados, se vuelven, un día, incapaces de contener la intensidad de esas maniobras. Entonces sobreviene la retracción, el repliegue, el regreso a los topos familiares (el artista incapaz de dar con la nueva sensación o de dar de nuevo con ella; el filósofo que no crea ideas vitales o que no las encuentra y se pierde en cadenas asociativas estériles; el científico incapaz de imponer límites, de recortar planos, de establecer referencias, variables, series).

Mientras, el caos, ágil, lo confunde todo, nuevamente, en la inercia de su Maelström.

Y son, sin embargo, esos momentos de incapacidad, expresiones mismas del caos afectando ahora los cerebros que contribuyó a desarrollar. Y también son, esos momentos de relativa desintegración, esas retracciones, regresiones o caídas, justamente, nuevos objetos de estudio, en tanto instantes en los que, debido a su falta o carencia, queda en evidencia la importancia de lo anómalo para la individuación, la importancia de la diferencia para llevar a cabo la acción nueva, el movimiento creativo en el juego e incluso para poder, simplemente: ser.

Y siguiendo la estela de la anomalía llegará el ruido, la interferencia, el silencio, la entropía. Lo que nos deja justo en el comienzo. Volvamos a empezar. (Pero antes conviene que no perdamos de vista que la polisemia misma del término beat (pulso, ritmo, golpe, derrota, latido, beatitud) evidencia también una de las características principales de esta generación de los cincuenta: la suya no es una apelación a cierta esencia, sino más bien a una simultaneidad e, incluso, a una relación entre términos. Este sentido extendido, antitético o contradictorio, que encierra el nombre por el cual se conoció a dicha generación, señala, con su falta de orillas, con su negación o su rechazo a omitir uno de los polos, tanto su filiación con el trabajo del sueño –y por ende con el trabajo de una generación europea anterior– como una peculiaridad que comparte con las lenguas más antiguas. Las raras y contradictorias lenguas antiguas contenían multitudes de palabras que designaban una cosa y su contrario –por poner dos ejemplos afines: en latín, sacer significa tanto sagrado como maldito; y altus, alto como profundo–.

En ese sentido, la generación beat parece señalar tanto la necesidad de perderse por las rutas del mundo como por los caminos que conducen hacia una actividad interior y primordial, la necesidad de desandar la arbitrariedad del límite político tanto como las delegaciones de la lengua, sus detenciones y sus separaciones.

Y por esto, la revuelta beat, su golpe, su renuncia al mundo moderno, tiene, en sus experiencias beatíficas, algo de reliquia y, por tanto, de absurdo. Porque como exploradores de la química del éxtasis, resultan unos fenomenólogos algo exagerados y románticos. Las cartas de Yagué, por poner un ejemplo, representan, con su voluntad de autoexploración, hitos extraños dentro de la cultura de su época. Y es justamente ese carácter extraño, el que permite asociarlas al movimiento de redescubrimiento de las plantas visionarias por parte de lo sociedad occidental. En ese sentido, la obra beat comparte con Las puertas de la percepción y El camino a Eleusis, los trabajos de Osmond, Eliade, o Richard Evans Schultes, por nombrar algunas, un aliento que la liga a la de Leary en la década siguiente, así como a la de Castaneda, Stanslav Gorff, Joan Halifax y Terence McKenna. Y ese aliento común puede definirse como un feedback entre psicodelia y lenguaje, un movimiento de mutagénesis autodirigido que va de la idea de estos agentes como psicomiméticos (plantas que generan estados de psicosis pasajeros, como eran pensadas por la comunidad científica en los cincuentas) a la psicodelia (manifestación de la psique, en los sesentas) a agentes psicoterapéuticos (en la actualidad).

Pero entonces, después de haber señalado algunos trazos gruesos que podríamos decir, conectan lo beat con lo que sucede a principios de los sesenta, tenemos a Leary. A sus cuarenta constituye toda una promesa de la psicología conductista norteamericana, autor de un manual de psicodiagnóstico (The interpersonal diagnosis of personality –que, con modificaciones, sigue activo–), resulta reclutado por Harvard para conducir el departamento de Psicología de la personalidad. Leary era un seguidor del trabajo de Eric Berne (un posfreudiano que consideraba que el psicoanálisis no resultaba una herramienta lo suficientemente poderosa como para modificar los patrones que alienan al sujeto y que las claves sobre las insatisfacciones podían ser halladas y corregidas a través de la gestión adecuada de las conductas). Clínica y filosóficamente, la propuesta psiquiátrica de Leary se encuentra en sintonía tanto con los trabajos de Laing, Foucault, Cooper, y Thomas Szasz como los de Morgenstern–von Neumann. Avanzados los sesenta su postura se radicalizará. Hablará del derecho neurológico de expandir la conciencia contra la política del sistema nervioso del comportamiento socialmente aprendido. Según el modelo de Leary, la expansión de la conciencia pone en evidencia la oposición que existe entre la mente y el cerebro y la tiranía ejercida por la dimensión verbal que se disocia del mundo en que vive, con su constante censura y evaluación. De ahí que Leary considere que el derecho a expandir la conciencia sea una propuesta eminentemente política.

Al momento de su contratación por Harvard Leary se encontraba atravesando una situación crítica. Hacía poco tiempo habían tenido lugar dos episodios cuya lógica causal lo marcarían para siempre. Su primera mujer, madre de sus dos hijos, afectada por una profunda depresión crónica, se había suicidado. Leary, padre solo, viaja con sus dos hijos a Méjico. A través de amigos conoce un brujo que lo invita a un ritual con hongos mágicos. Dice, sobre el satori que le produjo la ingesta del hongo sagrado, que le enseñó más sobre el fenómeno de la mente, el cerebro y sus estructuras que quince años de dedicado estudio y clínica psicológica. A partir de estas experiencias, Leary desarrolla su propia versión de la terapia transaccional.

Según su propuesta, paciente y terapeuta se ponen de acuerdo en el objetivo del tratamiento (una modificación de la conducta). A partir de entonces, ambos se empatan en un vínculo no–jerárquico, (lo cual plantea un corte metodológico abrupto con los métodos por entonces vigentes, tanto con el skinnerismo como con el dispositivo transferencial freudiano), un equipo de investigación que constará en una experiencia psicodélica conjunta (mediante psilocibina, LSD o mescalina): una indagación compasiva en la dinámica de conductas. Esta terapéutica, que Leary denomina «el juego de lo real», se basa en explicitar problemas relativos a la dinámica social adquirida, constituida por seis factores: los roles, las reglas, los objetivos, los rituales, su argot, y sus valores. La terapia de Leary busca tanto exponer como alterar patrones rígidos de conciencia. De hecho, su modelo de consciencia, del ego, toma, de entre otras fuentes, la idea de Huxley de que la consciencia opera como una válvula que reduce el acceso de datos provenientes tanto del exterior como desde el interior y que los psicodélicos abren esa válvula, tienen la llave para habilitarle al sujeto una experiencia visionaria, una visión ampliada de su vida y del juego en que está inserto. El acceso a una escala cósmica, gatillada por los agentes psicodélicos, le permitirían contemplar, al paciente asistido por el psicólogo, el metajuego. Desde ese punto de vista alterado, los condicionamientos sociales atormentadores (raciales, de clase, familiares) podrán relativizarse.

Durante sus años en Harvard, Leary, estudioso de los procesos chamánicos, entiende que, para que la experiencia visionaria pueda sostenerse, resulta crucial poder brindar las condiciones terapéuticas adecuadas. Este es acaso su aporte más perdurable, la teoría del setting. Según sus propias experiencias, Leary entiende que en un ambiente familiar, contenedor, los malos trips son eliminados casi completamente y que el córtex puede ser reseteado. Entonces, según el Doctor, el paciente, descondicionado, puede no solo verse liberado de su malestar, sino intencionar o reimprimir, en el lugar del antiguo condicionamiento, una nueva variable en su juego, acorde a su propio deseo empoderado. Un cambio en la conciencia conduce a un cambio en el comportamiento. Según Leary, la estabilidad cultural se mantiene a partir de impedirles a sus participantes ver la estructura del juego en que están participando (el juego de la nacionalidad, el racial, el religioso, el juego del ego). Ese es, según su punto de vista contestatario, el papel que las diversas instituciones cumplen. Las ciencias psicológicas buscan reducir el desasosiego que produce esa ignorancia, sin por eso dejar de reconocer la complejidad ni la gracia del diseño. Utopía acaso, pero no anarquía. Al menos eso sostiene mientras trabaja para Harvard.

Entonces, bajo el auspicio de Harvard, Leary, que tiene acceso a un suministro irrestricto de píldoras de psilocibina sintética, instrumenta su utopía psicodélicoconductual igualitaria. Busca devolverle a occidente su ritual extático olvidado a través del método científico. A partir de una serie de acciones entre las que se destacan un simposio en la APA –American Psychological Asociation– («Drogas y la expansión de la conciencia») y tres experimentos –El proyecto Psilocibina de Harvard, con alumnos graduados y artistas; El Experimento del Viernes Santo, con estudiantes avanzados de Teología; y el Experimento de Concord, en la cárcel del mismo nombre, con presos y organizaciones de la sociedad civil que Leary teje ad hoc–. Su principal objetivo es «iluminar» cuantas personas pueda, intelectuales, religiosas, presidiarios, amas de casa y médicos, drogadictos, alcohólicos o funcionarios públicos por igual. Comprueban y confirman las bondades de la psilocibina, entre otras celebridades: Ginsberg, Koestler, Kerouac –con reticencia–, Neal Cassidy, Dizzy Gillespie, Willem de Kooning, Robert Lowell, Charles Olson, Gregory Corso, Paul Bowles, Geral Heard, Allan Watts, y Aldous Huxley. Burroughs, en cambio, la detestó.

Sus célebres experimentos habían sido diseñados a partir de dos categorías fundamentales: set y setting; es decir, dosis y ambiente. En los experimentos, los roles de paciente y observador podían alternarse; los participantes recibían toda la información disponible con la que contaban los investigadores (se estimulaba a que se involucrasen lo más posible); ellos decidían sus dosajes; se diseñaba un ambiente hogareño (podían hacer la experiencia acompañados por un amigo o familiar). Los resultados se recogían a través de cuestionarios que intentaban capturar reacciones y sus matices, de reportes escritos antes, durante y después de las experiencias así como grabaciones, y de observaciones capturadas por el equipo investigador. De esta manera, Leary intentaba retener la mayor cantidad de sutilezas del comportamiento de sujetos enfrentándose a una experiencia profundamente ajena a su cultura.

Según sus conclusiones generales, de las 173 personas que participaron de sus experimentos, 73% encontraron la experiencia «muy placentera» o extática; 95% consideró que la experiencia le cambió la vida para bien. Más de la mitad de los estudiantes de Teología consignaron haber accedido a una experiencia sagrada. Ginsberg, participante del experimento sobre creatividad, sale dispuesto a gestionar una reunión telefónica entre Jrushchov y Kennedy, seguro de que con una sesión de psilocibina ambos mandatarios pondrían fin a la guerra fría. Otro participante, Alan Watts, amigo de Huxley, como corolario de sus vivencias, escribe La cosmología gozosa, un tejido de crónicas místicas de la era espacial, usualmente comparadas con Las puertas de la percepción.

En el experimento carcelario intenta ayudar a presidiarios a comprender la serie de rutinas displacenteras (las condiciones del «juego de policía/ladrón») en que se encuentran involucrados. Según Leary, el efecto terapéutico fue duradero para aquellos reclusos que comprendieron que estaban atrapados en un juego del que no querían participar. Hubo otros que, sin embargo, se vieron enfrentados a la evidencia de que no tenían, fuera de la rutina del policía/ladrón, otro juego que diera sentido a sus vidas. En consecuencia, Leary, junto una red de agrupaciones sociales, diseña un plan para pensar futuros juegos posibles (familia, trabajo). Este segmento del experimento implica organizar vínculos entre la cárcel y la sociedad civil, así como desarticular viejos patrones o juegos (como el de rehabilitador/cliente o profesional y criminal). Según los resultados, Leary y equipo midieron drásticos descensos en la hostilidad, el cinismo, la depresión, la ideación esquizoide; así como incrementos en las sensaciones de optimismo, tolerancia, sociabilidad y motivación.

Burroughs, otro beat célebre y famoso conocedor de un amplio espectro de estimulantes químicos, resulta reclutado por el Doctor Leary (con gastos cubiertos por la Universidad) con el objeto de dar una conferencia. Leary además lo invita a participar en el experimento carcelario en Concord. La retórica cientificista de Leary entusiasma en seguida a Burroughs, quien acepta la invitación, movilizado en menor medida por la psilocibina –sustancia que detesta, rechazo que de todos modos intenta ocultar para no perder el dinero que le supone la invitación– que por la promesa de acceder a otras sustancias alteradoras de la conciencia. Burroughs, además, tiene la expectativa de visitar los laboratorios de estudio de la conciencia de Harvard. Alimenta la fantasía de encontrarse con un entorno de ciencia ficción (sujetos experimentales con sus cabezas rapadas conectados a computadoras a través de telarañas de cables que no dejan de censar y mapear la vertiginosa actividad de sus cerebros intoxicados), quiere además averiguar todo lo que pueda sobre biorretroalimentación. Burroughs acepta la propuesta y se dedica a preparar un texto en el que deja en claro las diferencias que existen entre narcóticos, estimulantes, sedantes y psicodélicos. Sin embargo, el viaje empieza con un traspié. Al llegar a la espaciosa casa de Leary, cerca de Harvard, Burroughs se ve sorprendido por un clima poco acorde al clima apolíneo que imagina para un científico dedicado a cartografiar las más recónditas geografías de la conciencia. Reina en el hogar el descontrol y el despilfarro. Los hijos de Leary, sobrealimentados, irrespetuosos, corren por todos lados, la ropa está amontonada en cualquier parte, cantidades absurdas de comida se pudren en la cocina, máquinas de escribir y grabadores apilados por los rincones. Para el acético Burroughs, la escena condensa lo peor del consumismo y de la vulgaridad norteamericana y prefigura el caos. Si bien la conferencia es un éxito, unos pocos días en Harvard le bastan a Burroughs para caer en la cuenta de que sus expectativas eran infundadas. Amor cósmico, sesiones de música oriental entre almohadones mullidos, sahumerios y alfombras persas, psicodelia, presidiarios fingiendo insights, llantos y conversiones, pero nada de computadoras ni de mapeos cerebrales ni estudios de biorretroalimentación ni otra sustancia alteradora de la conciencia disponible que la psilocibina que tanto detesta. Leary está completamente dedicado a su programa de «iluminación» que, a ojos de Burroughs, tiene más de performance disparatada de coach de equipo amateur que de trabajo científico (tampoco ve bien que el Doctor vaya por ahí repartiendo cápsulas de psilocibina como si fuesen caramelos). Leary, lector profesional de lenguaje corporal comprende que Burroughs no está a gusto con sus ideas y además le han llegado comentarios de que incluso no se priva de hablar mal de la psilocibina cuando encuentra ocasión, lo cual constituye un peligro para su tambaleante empresa. El vínculo entre Leary y Burroughs –amistad que durará hasta sus últimos días– se resiente al punto de que luego de un mes Burroughs deja Harvard (sin recibir la paga prometida), convencido, además, de que todo el proyecto es malintencionado.

Leary lo lamenta, pero sabe que Burroughs es una suerte de lobo solitario, un outsider brillante que no quiere o no sabe ver las virtudes del juego grupal que está gestando junto a sus colegas («una religión positivista» que está sentando progresivamente las bases para ofrecer acceso masivo a un estado de consciencia superior).

El alejamiento de Burroughs del Club Psicodélico puede ser visto como la cristalización de un pliegue de los tiempos. Al mirar a través de este episodio, como si de un prisma se tratase, puede verse, por una de sus caras, el final amargo de la relación entre los beat y el Doctor Leary.  Otra faceta nos revela el turbulento proemio de un movimiento que, comandado por el Doctor, llevará a la práctica, durante la próxima década, masiva y globalmente, muchos de los postulados de desobediencia civil y religiosidad que caracterizaron la beat way of life de los rabiosos cincuenta.

Poco después de la partida de Burroughs, aparece un sujeto por casa de Leary, con diez mil dosis de LSD. La sustancia pasa a ubicarse en un lugar central del set de herramientas con las que cartografía lo que denomina estados superiores de la conciencia.

Pero los rumores sobre las experiencias psicodélicas son incontrolables y llegan a la prensa. No tarda en desatarse tensión entre autoridades académicas, padres de alumnos y Leary y equipo (Metzner y Alpert). Estalla el Escándalo de las drogas de Harvard, una campaña periodística que denomina al Club Psicodélico y a los experimentos como actividades de una secta de las drogas. A partir de ese momento, la Universidad impone condiciones estrictas a Leary para continuar con sus experiencias. Desde entonces la Universidad controla las dosis e impone la presencia de médicos ajenos al proyecto como monitores imparciales de las sesiones, lo cual entorpece, e incluso impide, según la clínica de Leary, el correcto montaje del setting, las condiciones básicas que le permiten al paciente tener una experiencia significativa, relajada y contenida en sus sesiones psicodélicas. Durante el año, los experimentos, más escasos, se rigen por esas nuevas condiciones pero, durante los veranos, Leary y sus colegas viajan a Méjico y continúan sus experiencias en un hotel que alquilan con ese propósito. Fundan allí la IFIF (cuya traducción sería: Fundación Internacional para la Libertad Interior). Durante uno de esos veranos de IFIF Leary se entera de que la Universidad le ha rescindido su contrato y de que han expulsado a Alpert, su colega (lo cual constituye el honroso hito beat de ser la primera expulsión en cien años de la institución). La prensa no suelta su hueso y exige rigor, normatividad sobre los psicodélicos. Así se sientan los primeros pasos para prohibir, entre una larga lista de sustancias utilizadas culturalmente durante milenios por diversas culturas, estos enteógenos.  Luego de un desánimo pasajero, Leary comprende que se encuentra ubicado en una zona nueva del tablero. Ese insight parece volver todavía más vertiginosa la sucesión de episodios que transforman al Doctor Leary en gurú del movimiento hippie. Rodeado por un grupo de excolegas de la Universidad y amigos, Leary alquila, a unos herederos de una fortuna procedente de negocios petroleros, entusiastas de la psicodelia, una mansión gótica (por la suma nominal de un dólar al año), en donde radica su nueva fundación: Castalia (en homenaje a la sociedad de científicos místicos que aparece en El Juego de los abalorios, de Hesse). Durante un tiempo fructífero, Leary y compañía llevan adelante una experiencia grupal que funciona como experimento de laboratorio que en poco tiempo se replicará a escala masiva. Allí escribe (abandona el rigor académico, su prosa se vuelve juguetona, enérgica, como su nuevo público, la juventud), se enamora, se casa por segunda vez, viaja a la India, conoce, por intermedio de Alpert –que durante un tiempo más lo secundará en las aventuras– un gurú –hacia el que luego peregrinarán, buscando su enseñanza, entre tantos otros occidentales, los fab four de Liverpool–, al mes se separa de su nueva mujer, descubre, estudiando procesos chamánicos, entre otros, El Libro Tibetano de los Muertos, en traducción de Evans Wentz (los monjes tibetanos utilizaban hacía más de un milenio la datura, otra planta alucinante, para explorar sus conciencias), y se dedica, junto a sus colegas Metzner y Alpert –que cambiará su nombre por el de Ram Dass– a reescribir estas guías, adaptándolas a las necesidades de los psiconautas occidentales –necesitamos mapas, dice–.

En Milbrook, disparado hacia lo desconocido con LSD como combustible, Leary intensifica sus exploraciones. Se interesa por los trabajos psicológicos, proto cibernéticos, de Gurdjieff así como por la metapsicología tántrica de Crowley. Analiza la psicodelia en términos de una paradoja. Una psicotización voluntaria que despierta miedos (que describe según sus reinos: terror cognitivo –porque el aspecto racional no alcanza para entender la experiencia–; terror social –el miedo a hacer el ridículo–; terror psicológico –el terror de enfrentar recuerdos reprimidos–; y la adicción ontológica –el pánico a encontrar en la dimensión psicodélica una experiencia tan placentera que el psiconauta se aterra por tener que volver al modo sonambúlico de la conciencia normal–). La sesión psicodélica implica una interrupción de la estabilidad adquirida con mucho esfuerzo durante una vida de ejercicio racional, pero se presenta como una práctica perfecta, en su capacidad de enfrentar al psiconauta a un campo de realidades múltiples incomprensibles, como antesala del universo einsteniano, una preparación para el mundo inundado de información que, Leary estima, está pronto a llegar.

Antes de finalizar la década, Leary sintetiza su idea de la reimpresión: el sistema nervioso, en una sesión psicodélica, se encuentra completamente abierto a la revelación, todas las relaciones conocidas son trascendidas, nuevas asociaciones son posibles. La experiencia demuestra que no hay conflictos entre ciencia y arte. Ambos intentan capturar el proceso de «la danza del flujo eléctrico del proceso celular que se oculta detrás de los condicionamientos». Leary desarrolla su idea de tranart, el arte trascendental, un modo de plasmar la experiencia de la reimpresión de nuevos patrones cognitivos más allá del verbo, vehículo prehistórico en el metajuego evolutivo.

Así, el Doctor Leary asume, poco a poco, con total entrega, su nuevo rol, abandona su traje y corbata por túnicas y camisolas blancas, a su entusiasmo habitual y sonrisa de Cheshire suma una prosodia de agitador, algo de gurú autoproclamado, de sumo sacerdote del Despertar y de forajido. Y esto último no sólo porque las sustancias que funcionan como llaves bioquímicas en sus exploraciones psíquicas son declaradas prohibidas –lo que vuelve a Leary un explorador de terrenos oficialmente marginales– sino fundamentalmente porque, al poco tiempo de haber regresado a Estados Unidos, en un control de rutina fronterizo, la esmerada policía encuentra (escondido en el corpiño de su hija) un cogollo de marihuana. El aparato de justicia lo sentencia a veinte años de prisión. El juez argumenta la necesidad de encarcelarlo: Leary es un hedonista irresponsable y un conocido apologeta de la droga. La condena es apelada y Leary se mantiene, por un tiempo más, libre, jugando con mayor entrega aún el juego de la libertad de consciencia y sus múltiples posibilidades de expansión frente al totalitarismo neuronal que propugna el Sistema. La consigna, que pronuncia en el micrófono de un Woodstock abarrotado –calculan que asistió un millón de personas– y que sintetiza su nuevo programa: turn on, tune in, drop out –activá, sintonizá, desconectá–, se convierte en un mantra instantáneo de la contracultura. El pacto naciente entre el imaginario electromagnético del feedback y el fuzz de la guitarra eléctrica en comunión con el caos trascendental del LSD no puede ser, al menos en el corto plazo, más antitético a las necesidades estratégicas de un Estado en pie de guerra como el norteamericano.

Esa sociedad naciente entre psicodelia y rock nos deja apreciar una mutación precisa de esa corriente pragmática que va desde el chamanismo primitivo hasta este mundo actual atravesado por la realidad virtual. Woodstock señala una nueva etapa de la individuación eléctrica. El chamanismo, como señaló Levi Strauss, procede como el arte, como la creación, por bricolage y su función simbólica, su carácter relevante, catalizador, proviene de una amalgama triádica entre las técnicas extáticas del chamán, su paciente y el público que presencia el ritual, esa generación norteamericana (y global) que está surgiendo en los sesentas, y que recibe, gracias a los aportes de Leary, de entre tantos otros (la generación beat, Bateson, J.C. Lilly y el Instituto Esalen, y la influyente revista Whole Earth Catalog –suerte protogoogle impreso–), un flujo de productos espirituales no lineales que superan en su espectro a la acotada metafísica de la religión cristiana. Los éxitos de ventas del I Ching, los mazos del Tarot y libros como el Be Here Now de Ram Dass (como se hace conocer Alpert por entonces) que se concibe como un libro sagrado de recetas, muestran algo más que un fetichismo generacional por la mercancía esotérica, muestra un genuino interés por recibir información de contextos de sentido profundamente diferentes.

Leary is God se lee en un poster de la época. Su cruzada psicodélica influyó de tal forma en la contracultura occidental que llevó a algunos a pensarla como una «segunda reforma», el proceso de democratización de la experiencia sagrada más importante desde la publicación de la Biblia.

Los asesinatos del clan Manson así como los homicidios en el recital de los Rolling Stones –por parte de la seguridad privada del evento, Los Hells Angels– y la disolución de los Beatles suelen ser vistos como algunos de los hitos que señalan un final de época. Por entonces, Leary, que se presentaba a elecciones como Gobernador de California contra Reagan, (el jingle de su campaña, Come together, fue compuesto por John, Yoko y el mismo Leary) resulta detenido nuevamente por la policía en una situación que, según él, fue otro montaje burdo. Nuevamente encuentran, en su auto, esta vez en su cenicero, un cogollo de marihuana. El anterior proceso se reactiva y Leary es condenado a 20 años y llevado a la cárcel. En la admisión al sistema carcelario Leary es evaluado con el sistema de diagnóstico que él mismo había diseñado. Por ende, resulta enviado a una cárcel de mínima seguridad en donde se le adjudican tareas de jardinería y horticultura para contrarrestar su «depresión». Una buena tarde, con el sol quemándole la cabeza, con su famosa sonrisa de oreja a oreja, sus compañeros de encierro lo observan escalar el paredón perimetral. Nixon bautiza al prófugo «el hombre más peligroso de Estados Unidos». Con el apoyo de un grupo extremista –del que se dice que estaba integrado por servicios– escapa a Argelia y comienza un peregrinaje que durará cuatro años, que incluye un viaje a Viena y luego otro a Suiza, donde finalmente consigue asilo. Pero no puede consigo mismo y decide hacer su luna de miel con su nueva mujer en Afganistán, donde es retenido por la policía aeroportuaria y luego deportado a ESTADOS UNIDOS. Pasa los siguientes seis años preso en diversas cárceles de máxima seguridad –dos años y medio en aislamiento total–. Según expuso luego, la privación casi sostenida de distracciones que le supuso la cárcel le permitió profundizar su obra. Se detiene a analizar los cambios de sus funciones neurológicos provocados por los viajes de la última década (más de 3000 según sus palabras) y se dedica a realizar viajes psicodélicos a voluntad, prescindiendo de llaves bioquímicas. Comprende que, luego de haber avanzado por lo que llama un ciclo de circuitos «simbólicos» que denomina terrestres (propios de personas dormidas o de robots mamíferos enganchados a ciclos de premios/recompensas, arrastrados por preceptos del consenso colmenar fabril y dualismos de sumisión/dominación), su psique se ha vuelto capaz de avanzar hacia circuitos «somático–genéticos» (gracias a los metaprogramas de hackeo cognitivo a los que se ha sometido, como el yoga, los psicodélicos y los tanques de privación sensorial). Liberado, el cerebro, de las represiones psicosociales (el ego), se vuelve capaz de recibir información cósmica y, finalmente, de reprogramar su propio código, el ADN, práctica que, sostiene, será común en el futuro, cuando nuestra especie esté lista para su siguiente fase, la migración espacial y la vida con gravedad cero. Durante ese tiempo preso forma un grupo de estudio telepático junto a su mujer, un compañero del presidio y su pareja periodista. Se dedican a recibir comunicaciones de una inteligencia superior extraterrestre. Con el material que reciben durante esos años de cautiverio sienta el rumbo de una nueva etapa de su obra: el proyecto S.M.I2.L.E. (Space Migration Inteligence2 Life Expansion/ Migración Espacial, Desarrollo de la Inteligencia –el sistema nervioso estudiando el sistema nervioso–, Expansión de la Vida), que será desplegado durante el resto de su vida a lo largo de novelas y ensayos. Como puede comprenderse, el único personaje del épico teatro learyano es la evolución misma.

Leary resulta liberado luego de realizar un pacto con el gobierno que, según él, consistió en nombrar empresarios, únicamente, que incumplieron con sus responsabilidades comerciales. Sin embargo, el ambiente contracultural entra en pánico. Sobrevuela la idea de que Leary, que había mutado repetidas veces, (de psicólogo a científico, luego a gurú, de gurú a revolucionario, y de revolucionario a científico y de ahí a esotérico) es un agente de la CIA. Leary dirá que todos esos rumores fueron obra de una operación de contrainteligencia destinada a sembrar la discordia y disolver vínculos de cooperación. El Doctor es liberado a condición de ingresar en un programa de protección de testigos bajo nueva identidad y emigrar a México. Según sus pasaportes Leary y su mujer son James y Nora Joyce.

Leary continuó desarrollando sus ideas a través de diversas novelas pulp y de su página de internet hasta su muerte, a mediados de los noventas. En una de sus novelas de «ciencia facción» de los setenta, como él las llama, la trascendencia y la inmortalidad dejaron de ser conceptos metafísicos, así como la fusión entre especies, y pasaron a convertirse en proyectos conscientes. «Despertá, mutá, ascendé» es el leit motiv del último Leary. Kurzweill, jefe de ingenieros de programación de Google Brain –la IA más poderosa del mundo– parece darle la razón con su idea de «singularidad». Los avances de la ingeniería molecular también. Lo cual no resulta si no llamativamente coherente, teniendo en cuenta que, luego del presidio, el público de Leary es la juventud ciberdélica que está desarrollando el hardware y software de las computadoras que hoy median entre nosotros y lo real (es conocida la permisiva actitud ante la recreación química de los empleados dentro de las principales empresas de investigación y desarrollo, «éxtasis contractual» la llama Erik Davis).

Por estos días, en los que se cumplen sesenta años del escándalo de Harvard, se habla de la tercera ola psicodélica. Desde hace una década, momento en que se quitaron de la nómina de sustancias prohibidas, los estudios sobre las aplicaciones terapéuticas de estas drogas gozan de extremo vigor y de resultados similares a los que consignaba Leary. Las nuevas teorías de la conciencia (que se componen en base a contribuciones de la física, la neurobiología, el psicoanálisis y la fenomenología) desarrollaron, entre otras, la hipótesis del cerebro entrópico. Según este modelo, la calidad del estado de conciencia depende de la medida de entropía existente en el sistema, entendiendo entropía como una medida de desorden o incertidumbre en el funcionamiento. A partir de diversos experimentos con neuroimágenes, se ha llegado a la conclusión de que el cerebro funciona buscando un estado crítico entre el orden y el desorden y que ante ciertas cargas de energía (psicodélicos, por ejemplo) este estado metaestable o crítico se desequilibra asumiendo perturbaciones y efectos en cascada sobre sus diversos centros –la actividad eléctrica del cerebro durante la fase crítica psicodélica es similar a la de los sueños lúcidos–, hasta poder volver a su estado de equilibrio previo. Esta dinámica es contrastada con el modelo topográfico freudiano de la consciencia (entendiendo al estado crítico como el Ego o el yo, o el estado consciente y a sus estados entrópicos como correlatos del Id o inconsciente).

Hoy, como lo planteaba el Club Psicodélico de Harvard, sigue considerándose que los efectos (entrópicos) de la psilocibina en el cerebro funcionan no sólo como una lupa para magnificar el funcionamiento del cerebro en sus estados alterados, sino como un medio de disolver las cristalizaciones del ego y volver manifiestos estados latentes de la psique, experiencia que, acompañada de un contexto terapéutico adecuado, resulta fenomenológicamente positiva para el paciente.

Vemos cómo los modelos de la psique y las herramientas técnicas se suceden, pero sus principales puntos parecen inmutables. Por ejemplo, los protocolos de investigación más avanzados utilizan herramientas de inteligencia artificial (NLP) para evitar lo que en los sesentas se llamaban malos viajes y descartar voluntarios susceptibles de psicotizar. Y si bien los experimentos vanguardistas de Leary en Harvard, así como sus desarrollos y principales aportes (la teoría del setting, por ejemplo) forman parte central del capital simbólico y clínico psiquiátrico y psicológico, su nombre resulta cuidadosamente eludido en la literatura técnica. Esto se debe al recelo con que la comunidad científica quiere mantenerse alejada de los estigmas asociados a su nombre y a su juego (y es justamente este recelo el que señala la continuidad incómoda de una dinámica material, conexión entre procesos aparentemente opuestos que no es sino la dinámica que religa lo bajo, lo corrupto, con lo numinoso o sagrado, un flujo y reflujo que va desde el excremento del bovino al hongo mágico que aflora de él y el insight que propicia en el antropoide cavernario, de la espiga de trigo corrupta hacia la síntesis de su proceso fúngico en el laboratorio y la catástrofe o entropía, el desorden, la disolución de la que finalmente aflora la novedad y la euforia que conduce, una vez más, a la escatología, ese ciclo espiralado o Maelström en el cual beat y psicodelia no hacen otra cosa que bailar al ritmo de un mismo feedback:)


Maximiliano Storck

Profesor de Castellano, Literatura y Latín. Traductor, guionista. Publicó poemas y cuentos en diversas revistas.