Burroughs en Tánger


Federico Barea

Interzone que podríamos traducir con naturalidad como Interzona es un compilado de textos que William Burroughs compuso en Tánger pero fue publicado recién en 1989 y por alguna extraña laguna editorial nunca fue traducido al español. Aventuro la hipótesis de que pesa sobre esos relatos el mote de sobrantes, recortes o descartes de El almuerzo desnudo. La Interzona es la ciudad de Tánger a la que llegó por primera vez en 1954 y donde cumplió 40 años de edad. Apenas tenía un libro publicado, estaba graduado de Harvard, tenía un prontuario cuantioso que lo había obligado a huir tanto de México como de Estados Unidos, había viajado por América latina buscando Yagué (Ayahuasca) y ahora llegaba a Tánger después de una fallida relación amorosa con Allen Ginsberg. La lectura de El cielo protector y de Déjala que caiga de Paul Bowles sumadas a su drogadependencia y la reputación de Tánger como antro de perversidad lo llevaron a elegir ese paraíso de drogas y jóvenes baratos.

La pequeña ciudad de Tánger en ese entonces era considerada por su ubicación como una zona internacional: estaba gobernada por los cónsules de ocho naciones europeas y tenía tres idiomas oficiales (francés, español y árabe). Con salida tanto al Mediterráneo como al Atlántico por su condición particular se había convertido en un puerto de permisividad donde cualquier cosa podía ser comprada o vendida. Las farmacias vendían drogas sin recetas, el kif y el hachís se fumaban de manera indisimulada y ni la prostitución ni la homosexualidad en sí cargaban ningún estigma. Burroughs frecuentaba el Café Central, aquí una postal extraída del libro Interzona:

 

 

En el Café Central

Johnny, el guía, estaba sentado frente al Café Central con la Sra. Merrims y su hijo de 16 años. La Sra. Merrims estaba viajando con la pensión de su marido. Era una mujer capaz y bien peinada. Estaba haciendo una lista de compras y lugares para visitar. Johnny se inclinaba solícito y respetuoso.

Los otros guías merodeaban como tiburones frustrados. Johnny saboreaba su envidia. Sus ojos recorrían el cuerpo adolescente y esbelto del muchacho, posaba con su pantalón de franela gris y su chomba abierta. Johnny se lamió los labios. Hans se sentó a unas mesas de distancia. Era un alemán que procuraba “chicos” a los visitantes ingleses y yanquees. Tenía una casa en el barrio nativo –cama y chicos a dos dólares la noche. Pero la mayoría de los clientes preferían “un rapidito”. Hans tenía rasgos típicamente nórdicos, de una gruesa estructura ósea. Había algo esquelético en su cara.

Morton Christie estaba sentado con Hans. Morton es una de esas personas a quien le gusta impresionar mencionando personas importantes que conoce o finge conocer. Hans era la única persona en Tánger que podía soportar su estúpida cháchara, sus interminables y aburridas mentiras acerca de las riquezas y la importancia social. Esa historia sobre dos tías que viven juntas y que no se han hablado por veinte años.

“Pero claro, la casa es tan grande que no importa. Cada una de ellas tiene su propio grupo de sirvientes y mantienen hogares completamente separados”.

Hans se sentaba y sonreía escuchando esas historias. “Él es una niña” diría en defensa de Morton. “No deberías ser duro con él”. Verdaderamente Morton había, después de años de inseguridad –sentándose en mesas en las que no era deseado, tratando desesperadamente de dilatar el momento de su expulsión– desarrollado un talento delicado para descubrir chismes y escándalos. Si alguien estaba acosado por una gonorrea Morton terminaba por descubrirlo de algún modo. Tenía una sensibilidad para saber cuándo alguien escondía algo. La cara de póker más perfecta no sería una protección contra esta penetración telepática. Aunque no fuese un buen oyente, atento, o bajo ningún concepto alguien en quién confiarías, él tenía un talento para extraer confidencias. Algunas veces olvidarías que él estaba ahí y dirías algo a otro en la mesa. Algunas veces deslizaría una pregunta, personal, impertinente y le contestarías sin darte cuenta. Su personalidad era tan insulsa que no había nada que te alertara a la hora de hablar. Hans encontró en el talento de Morton una forma para recolectar información útil. Él podía saber lo que estaba sucediendo en el pueblo escuchando media hora a Morton en el Café Central.

Morton literalmente no tenía amor propio, por eso su autoestima subía o bajaba de acuerdo a como los otros lo catalogaban. Al principio, generalmente, causaba buena impresión. El parecía naif, inocente, amable. Imperceptiblemente lo naif degeneraba en tontas conversaciones cliché, su amabilidad en un convulsivo apetito empalagoso y frente a la mesa del café podías ver cómo iba disminuyendo su inocencia. Al levantar la vista veías las profundas líneas alrededor de la boca, una boca rígida, estúpida como la de una puta vieja, veías los profundos pliegues en la nuca cuando giraba para mirar a alguien – él siempre estaba mirando ansiosamente, como si esperará a alguien más importante que su interlocutor.

Había seguramente gente a la que le prestaba toda su atención para congraciarse. Se retorcía en espantosas convulsiones desesperado mientras veía fracasar torpemente cada patético intento, a menudo cagándose encima de miedo y excitación. Lee sé preguntaba si al llegar a casa el lloraba con desesperación.

Los intentos de Morton por gratificar a los residentes socialmente importantes y celebridades, terminaban usualmente en completos fracasos o en un desaire en pleno Café Central, atrayendo un tipo especial de carroñeros que se alimentan de la humillación y la desintegración de los otros. Esos putos deteriorados que no se cansaban de contar la interminable saga de fracasos sociales de Morton.

“Entonces se instaló junto a Tennessee Williams en la playa, y Tennessee le dijo: ´No me siento muy bien esta mañana, Michael. Preferiría no hablar con nadie`. ¡Michael! ¡Ni siquiera sabe su nombre!’ Y él dice, ‘!oh claro, Tennessee es un gran amigo mío!´”. Y se reirán revolcándose y torciendo sus muñecas, sus ojos brillando con repulsiva lujuria.

Imagino que así lucen las personas cuando ven a alguien ardiendo en la hoguera, pensó Lee.

En otra mesa había una mujer hermosa, mezcla de negros y malayos. Ella era de proporciones delicadas, con una tez cobriza y unos pequeños dientes bastante separados entre sí, sus pezones apuntaban un poquito hacia arriba. Llevaba un vestido amarillo de seda y se conducía con una gracia sublime. En la misma mesa estaba sentada una mujer alemana de rasgos perfectos: rubios cabellos trenzados formando una corona, un busto magnifico de proporciones heroicas.

Ella estaba hablando con la mestiza. Cuando abría la boca para hablar, mostraba sus horribles dientes, grises, cariados, no reparados sino reconstruidos con trozos de acero –algunos realmente oxidados, otros de bronce cubiertos con verdín. Los dientes eran llamativamente grandes y amontonados unos sobre otros. Con aparatos rotos, corroídos y pegados a los dientes como viejos alambres de púa.

Normalmente ella trataba de mantener sus dientes tapados tanto como le fuera posible. Sin embargo, su hermosa boca apenas estaba preparada para cumplir esa función, y los dientes se asomaban por acá y por allá mientras hablaba o comía. Aunque nunca se reía si podía evitarlo era susceptible a ocasionales ataques de risa causados por circunstancias azarosas. Los ataques de risa siempre eran seguidos por arranques de llanto durante los cuales ella repetiría una y otra vez “¡todo el mundo vio mis dientes! ¡mi horrible dentadura!”.

Estaba constantemente ahorrando dinero para quitarse los dientes, pero de alguna forma siempre terminaba por gastar el dinero en otra cosa. O se emborrachaba o se lo daba a alguien en un arranque irracional de generosidad. Ella era un blanco para cada artista estafador en Tánger porque era sabido que ella tenía el dinero que estaba ahorrando para quitarse sus dientes. Pero poner el ojo en ella no era algo libre de peligros. Ella repentinamente podría volverse viciosa y despellejaría al tipo con toda la fuerza de sus miembros Junoescos, gritando, “!hijo de puta! ¡Tratando de estafarme con la plata de mis dientes!”

Ambas, la mestiza y la nórdica, quien había asumido para sí misma el nombre de Helga, eran putas free-lance.

 

Paul Bowles cuenta que Burroughs cocinaba brownies de Hashish en la habitación del hotel y disparaba a la pared que parecía que tuviese viruela por la cantidad de agujeros. Sin embargo, no sería hasta 1956 –año en que Tanger perdió su condición de zona internacional– que Bowles y Burroughs fundarían su amistad. La nueva condición africana de Tánger complicó el consumo desmedido de morfina sintética (Eukodol) que Burroughs compraba en la farmacia. Encerrado en la habitación con su compañero árabe intentó desegancharse de la droga de varias formas sin lograrlo nunca. Cuando lograba reducir la dosis dormía veinte horas por día. Pesaba apenas 56 kilos. Esparcidas por el suelo las páginas de lo que Jack Kerouac bautizaría como El almuerzo desnudo y de Interzona se acumulaban entre jeringas, sangre y ampolletas de morfina. Desesperado viajó a Londres donde el Dr. Dent le proporcionó un tratamiento con apomorfina que fue la cura más eficaz a la que hubiera sometido y le permitió pasar varios años sin inyectarse.

En 1957, Kerouac viajó a visitarlo y mecanografió todas esas páginas sueltas aunque la prosa de su amigo le trajera pesadillas. Pasaron juntos un mes y cuando Jack partió alcanzó a cruzarse con Allen y su compañero Peter Orlvosky. Ginsberg ya había revolucionado la escena norteamericana con su poema Aullido y ese año aparecería En el Camino de Kerouac gracias a las argucias de Allen como agente de sus amigos. Y ahora estaba allí, en Tánger, dispuesto a hacer otro tanto por su amigo William por lo que leyó todos los folios mecanografiados por Jack, elaboró un índice cronológico de todos los textos, frases, cartas, monólogos y en el transcurso de dos meses –con la ayuda de Peter y el propio Burroughs– editaron y mecanografiaron por duplicado el material acumulado. Con esas copias bajo el brazo partirían Allen y Peter en busca de un editor que se animara a correr los límites de la censura y de la libertad de expresión. El resto es historia.


Federico Barea

(Bs. As., 1982). Como investigador realizó la bibliografía Todo Córtazar, (2014) junto a Lucio Aquilanti. Compiló ensayos, cuentos y las experiencias como tallerista de Néstor Sánchez en Ojo de Rapiña (2014), Solos de Remington (2015), Taller de Escritura Poemática (2017), respectivamente. También reunió poemas de Reynaldo Mariani, Ruy Rodríguez, Jorge Quiroga, Julio Huasi y Carlos Rivarola en la editorial del Instituto Lucchelli Bonadeo. En 2016 para la editora Caja Negra la antología de poetas y narradores Argentina Beat. Y en 2019 compiló junto a María Negroni la poesía completa de H. A. Murena en Una corteza de paraíso, (Pre-Textos). Como traductor: con Marco Lera, Estrategias de lo bello (Las Cuarenta, 2017) de Mario Perniola. Junto a María Negroni Hotel Insomnio de Charles Simic (Zindo & Gafuri, 2017).