Proust: lenguaje objeto


Raúl Antelo

Y entonces del rostro del aristocrático virtuoso, que había guardado la inercia de un instrumentista a quien no le llegó aún el momento de ejecutar su parte, salía la frase empezada, con perfecta prolación, en tono agudo, y como el que no hace más que rematar, pero con timbre distinto a aquel en que fue iniciada por mi padre: “…que desde luego usted no vacilará en convocar; tanto más, cuanto que conoce usted personalmente a cada uno de sus individuos y sabe que no les cuesta trabajo”. Evidentemente, no era un final en sí mismo extraordinario. Pero la inmoralidad que le precedió le hacía destacarse con la nitidez cristalina y la inesperada novedad, maliciosa casi, de esas frases con que el piano, silencioso hasta entonces, replica en el debido momento al violoncelo que se acaba de oír en un concierto de Mozart[1].

 

En ese fragmento de la obra absoluta, A la sombra de las muchachas en flor (1918), Marcel Proust traza el perfil del marqués de Norpois, un diplomático que habla la jerga de la gobernanza global y defiende, en la novela, las ideas de Sainte-Beuve, es decir, biografismo e intencionismo, valores combatidos por Proust en el Contra Sainte-Beuve (póstumo, 1954). Promete al narrador una carrera de suceso, entrando a la Revue des deux mondes, pero eso sólo prueba que Norpois no ama la literatura, a no ser como mecanismo de ascensión social, como embajador y miembro del Instituto que es, y de allí, obviamente, su condena a Dreyfuss; por eso mismo Proust no esconde la estrategia contrastiva: la literatura, en cambio, transmite su verdad a partir de usos singulares del lenguaje. La literatura es singularidad.

Se han arbitrado varios modelos para el marqués de Norpois, algunos literarios, como un personaje de La cartuja de Parma, el conde Mosca, y otros realmente existentes, como Armand Nisard, embajador francés ante el Vaticano, Camille Barrère, amigo paterno del narrador, o Gabriel Hanotaux, canciller francés a fines de siglo XIX. Gris y convencional, Norpois emerge de “la inmoralidad que le precedió” y es aquí retratado con una luz peculiar y benevolente, la de una nitidez cristalina e inesperada novedad, semejante a una discreta melodía de Mozart, quizás la de alguna de sus sonatas (K301, 376, 379), en que un piano y un violoncelo dialogan.

 

 

EL MOZART DE PROUST

 

En su primer libro, Los placeres y los días (1896), inversión profanatoria del texto de Hesíodo sobre los trabajos y los días, muy semejante a las de El caso Lemoine (Pastiches et mélanges, 1919), Proust había trazado varios retratos (ceras perdidas, como él los llama, aludiendo a la técnica escultórica egipcia) de músicos célebres. El último de ellos, como un espejo de van Eyck, condensa microscópicamente el contenido de la novela absoluta y está dedicado a Wolfgang Amadeus:

 

MOZART

 

¡Italiana del brazo de un príncipe de Baviera

Cuyos ojos tristes y glaciales se encantan en su languidez.

En sus jardines friolentos abraza contra su pecho

Sus senos madurados en la sombra, donde sorber la luz.

 

Su tierna alma alemana – ¡un suspiro tan profundo! –

Degusta en fin la ardiente pereza de ser amada,

Entrega a las manos harto débiles para retenerlo

La radiante esperanza de su cabeza encantada.

 

¡Querubín, Don Juan! lejos del olvido que marchita,

De pie en los perfumes tantas flores holló

Que el viento dispersó sin secar su llanto

De los jardines andaluces a las tumbas toscanas!

 

En el parque alemán donde niebIan los ocios,

La Italiana es aún reina de la noche.

Su aliento vuelve el aire dulce y espiritual

Y la Flauta encantada gotea con amor,

En la sombra aún cálida de las despedidas de un día hermoso,

El frescor de sorbetes, de besos y el cielo[2].

 

La escena se arma con personajes de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, evocando ese paraíso elusivo, que será una constante en la ficción proustiana, por medio de ecos eufónicos (“il foula de fleurs” o “sa Flûte enchantée égoutte”), que aproximan sin embargo experiencias extremas, maliciosas casi. Recordemos que, para Marcel Duchamp, el gout, el buen gusto, como el de Narpois, era un égout, una alcantarilla. Georges Bataille señaló oportunamente que, en el caso de Proust, la impureza se brinda, por contraste, a todos aquellos que pensaban no poder prescindir de su contrario, la pureza. El deseo absoluto de impureza, que Sade concibió artificialmente, lo conducía naturalmente a un estado de satisfacción, en que toda sensación atenuada, la posibilidad misma del placer, se ocultaba de hecho. Pero los jardines edénicos del Mozart proustiano son muy precisos: Andalucía y Toscana. En ellos, los ocios bruman, nieblan, dice Proust con un neologismo que remite sin embargo a una arcaica experiencia imaginaria de la cultura europea, la “noche oscura”, extremamente paradójica, ya que señala una experiencia negativa, cuya simple presencia no se distingue de una ausencia. El conocimiento o la apropiación se dan entonces por opacamiento u ofuscación, como en la suma desnudez de Juan de la Cruz, o más adelante en la nudité souveraine de Georges Bataille, en consonancia con la negatividad que Hegel instaura poco antes de Proust. A través de la Reina de la Noche, el escritor conjura así un mundo de ensueño, en que Mozart consiguió unir lo germánico y lo mediterráneo. Gran admirador de Mozart, a tal punto que su libro As metamorfoses (1938) le está dedicado, el poeta brasileño Murilo Mendes se identificaba profundamente con el nomadismo del músico que, en Paris, sentía nostalgia de Viena y, en Praga, de París.

 

 

MOZART CONCRETISTA

 

Aunque el poeta español Pedro Salinas completó la traducción citada al comienzo, en 1922, el año de la muerte de Proust, más tarde, a causa de la Guerra Civil y ciertamente del moralismo franquista, la traducción de la Recherche recién apareció en España en 1952; pero fue una editorial argentina, Santiago Rueda, la que publicó, por primera vez en lengua castellana, entre 1944 y 1946, el conjunto de En busca del tiempo perdido. Simultáneamente a la aparición de A la sombra de las muchachas en flor, en 1944, la revista concreto-abstraccionista Arturo avanza un

 

HOMENAJE A MOZART

 

Sentado a la sombra de tu monumento aéreo

Vengo a conversar contigo oh Wolfgang Amadeo!

La noche envuelve las montañas de Salzburg

Las espadas de los dictadores confabulan en las tinieblas.

Recogen las flautas los címbalos los violines

Y embarran el horizonte con los tanques los cañones los paracaídas

Destruyen la cajita de música

Que alimentó nuestra infancia

Echan abajo los teatros de marionetas

Y levantan gigantes de plomo.

¡Oh Wolfgang Amadeo conspiran contra el ritmo!

Construyen las falsas patrias y mutilan la unidad

El corazón del universo

Estalla no puede más

El peso del Minotauro

Aplasta el ala de la música.

Sofocan la danza de la mañana primera de la creación

Sofocan la libertad de danzar y de errar

Fascinado por tu cristal.

Que permanece altivo y simple por encima de la matanza

Vengo a confesarte mi fidelidad

Mientras los rayos de los dictadores se abaten sobre Europa

Es de tí que el mundo necesita

Oh dominador de los elementos y de los instintos.

Por encima de las bayonetas y los tanques de los tiranos

Canta pura llama danza Wolfgang Amadeo

Para que el hombre retorne al paraíso.

Tu canto es libertad

Tu nombre es victoria[3].

 

 

TEATROS DE MARIONETAS AL DESPERTAR

 

Tal como el sutil contrapunto de un violoncelo y un piano, hay una abstracción concretista en la prosa de Proust. En su ensayo sobre el autor de la Recherche (1922-5), Ernst Robert Curtius se detiene en los nombres de lugares y observa que Proust consigue transponer todos los hechos sensoriales a la terminología de lo espiritual, dotándolos así de un significado que se incorpora a su esencia. Pero traspasados por la contemplación de Proust, esos hechos quedan ahora impregnados de su leyenda. Y la maestría de su estilo se muestra en que, una vez que Proust ha declarado una significación, no podemos separarla de los objetos aludidos: forma con ellos un solo cuerpo y no nos abandona nunca. Un ejemplo sorprendente, para Curtius, lo constituye la serie de imágenes que Proust le atribuye a una lista de nombres de ciudades normandas y bretonas: interpretación visual de sensaciones auditivas, algo que Deleuze estudiará en Proust y los signos (1964), así como Roland Barthes en “Proust y los nombres” (1967).  Las ciudades en cuestión son: Bayeux, Vitré, Lamballe, Coutances, Lannion, Questambert, Pontorson, Benodet, Pont-Aven, Quimperlé, una lista de estaciones ferroviarias del Oeste francés: letanía de complejos sonoros, para nosotros incomprensibles, vacíos, sin sentido. Pero lo importante es lo que Proust hace con esos nombres listados en el primer volumen. Recordemos el pasaje:

 

Bayeux, tan alta con su noble encaje rojizo y la cima iluminada por el oro viejo de su última silaba; Vitré, cuyo acento agudo dibujaba rombos de  negra madera en la vidriera antigua; el suave Lamballe que, en su blancura, tiene matices que van del amarillo de huevo al gris perla; Coutances, catedral normanda, coronada con una torre de manteca por su diptongo final, grasiento y amarillento; Lannion, silencio pueblerino, roto por el ruido de la galera escoltada de moscas; Questambert, Pontorson, sencillotes y risibles, plumas blancas, picos amarillos, diseminados en los caminos de aquellas tierras fluviales y poéticas; Benodet, nombre aguantado por una leve amarra que parece que se lo va a llevar el río entre sus algas; Pont-Aven, revuelo blanco y rosa del ala de un leve sombrero que se refleja temblando en las aguas verdinosas del canal; Quimperlé, muy bien amarrado, que está desde la Edad Media, entre arroyuelos, todo murmurante, de color perla como esa grisalla que dibujan, a través de las telas de araña de una vidriera, los rayos de sol convertidos en enmohecidas puntas de plata parda[4].

 

Contra la ironía griega, el humor judío, el exceso. Contra los gigantes de plomo, teatros de marionetas, Musil, Borges. No hay lenguaje, sino jeroglíficos. Y esa enumeración boscosa y laberíntica, de nombres que son cosas, señala una urgencia. En busca del tiempo perdido, así como la metamorfosis de Kafka, arranca en un despertar, momento en que la pluralidad de las cosas que nos circunda se detiene para ser fijada, reducida, simplificada, catalogada. Es el momento, nos dice Franco Rella, en que la potencia de las imágenes le confiere al intelecto que bosteza una fuerza y agudeza inusitadas. Momento intersticial, en que no toda vigilia es de ojos abiertos, y que funde lo transvisual y lo poético, pero momento también instantáneo, fulminante, antes de que, como decía Benjamin, advenga la hora de la cognoscibilidad. Umbral, liminar, pero no límite, en que la estridencia se torna melodía, lo propio deviene colectivo y lo indiferente se vuelve diagnóstico.

 


[1] PROUST, Marcel – A la sombra de las muchachas en flor. Trad. Pedro Salinas. Buenos Aires, Santiago Rueda, 1944, p.31-2.

[2] PROUST, Marcel. Les plaisirs et les jours. Pref. Anatole France. 32ª ed. Paris, Gallimard, 1924, p.140.

[3] MENDES, Murilo – “Homenaje a Mozart”. Arturo, nº 1. Buenos Aires, verano 1944, p.42. El poema no fue recogido en su Poesia completa y prosa.

[4] PROUST, Marcel – Por el caminho de Swann. Trad. Pedro Salinas. Buenos Aires, Santiago Rueda, 1944, p.382-3.


Raúl Antelo

Ha sido profesor en la Universidade Federal de Santa Catarina, fue Guggenheim Fellow y profesor visitante en Yale, Duke, Texas at Austin, Maryland y Leiden. Presidió la Associação Brasileira de Literatura Comparada (ABRALIC) y recibió el doctorado honoris causa en la Universidad Nacional de Cuyo. Autor de Maria con Marcel. Duchamp en los trópicos; Archifilologías latinoamericanas; A ruinologia; Visão e potência-do-não; A máquina afilológica; En muerte: miniaturas urbanas; Azulejos. Lo transvisual y la arqueología de lo moderno. Editor de Mário de Andrade, Jorge Amado y João do Rio, preparó, en colaboración, Lirismo+Crítica+Arte=Poesia. Um século de Pauliceia Desvairada (en prensa).