Schüttbild de Hermann Nitsch © Galerie Kalb

Telones delescenario dionisíaco


Victoria Eandi

“Las obligué a ponerse la vestimenta de mis orgías y saqué enloquecidas de sus viviendas a cuantas mujeres había, la descendencia femenina entera de los cadmeos. (…) Pues es necesario que esta ciudad, que no está iniciada en mis ceremonias báquicas, aprenda, aunque no quiera…”

Bacantes, Eurípides

DIONISO Y LO OTRO

“Comenzó sintiendo miedo, miedo y deseo y una atroz curiosidad por lo que pudiera venir. (…) Él sabía una palabra oscura, pero que designaba la inminente aparición: ‘El dios extranjero’ (…) Y entre jirones de luz, desde cimas boscosas, vio precipitarse cuesta abajo, remolineando entre troncos de árboles y peñascos rotos cubiertos de musgo, un tropel de seres humanos y animales, un torbellino, una turba frenética que iba inundando la ladera con cuerpos y llamaradas confundidos en un delirante vértigo de rondas. Tropezando con sus vestimentas de pelleja que, excesivamente largas, pendían de un cinturón, grupos de mujeres agitaban panderos sobre sus acezantes cabezas, echadas hacia atrás; blandían antorchas chisporroteantes y puñales desenvainados; llevaban serpientes de agudas lenguas asidas por la mitad del cuerpo, o bien, ululando, portaban sus senos en ambas manos. Vio hombres velludos, con taparrabos de piel de fiera y cuernos en la frente, doblar la nunca y agitar brazos y piernas al son de broncíneos címbalos y del furioso redoblar de unos timbales, mientras imberbes efebos aguijaban machos cabríos con varas hojosas, aferrándose a sus cuernos con gritos de júbilo y dejándose arrastrar cuando saltaban. (…) El sonido de la flauta, seductor y profundo, lo penetraba y dominaba todo. ¿No lo incitaba también a él, renuente espectador de la escena, a participar en la impúdica fiesta, en la desmesura de aquel supremo sacrificio? (…) El obsceno símbolo de madera, gigantesco, fue develado e izado, y todos aullaron desenfrenadamente el conjuro mágico. Echando espuma por los labios se excitaban unos a otros con gestos lascivos y manos lúbricas, entre risas y gemidos, hundiéndose las varas espinosas en la carne y lamiéndose la sangre que corría por sus miembros. Pero el durmiente ya estaba con ellos y dentro de ellos, poseído también por el dios extranjero. Sí, ellos eran en realidad él mismo cuando se abalanzaban sobre los animales, matando y desgarrando, cuando devoraban trozos de carne humeante, y cuando sobre un suelo revuelto y musgoso iniciaron, como ofrenda al dios, una cópula promiscua e infinita. Y su alma conoció la lujuria y el vértigo de la aniquilación” (Mann, 2003, pp. 110-112).

Este fragmento de La muerte en Venecia de Thomas Mann -novela corta publicada en 1912- es un ejemplo, entre tantos, de los alcances del dionisismo en la cultura occidental. Todo el sueño del protagonista, Gustav von Aschenbach, está atravesado por Dioniso. Llevado por el delirio, termina formando parte oníricamente de su ritual orgiástico, lo que en el argumento de este relato, implica su progresiva entrega a la pasión.

Dioniso es el dios griego de las máscaras, de las mil caras, no cristaliza en una sola; y es por esto que es imposible encerrarlo en una definición, que es propia de la figura. Dioniso escapa a las formas fijas, es la deidad de las metamorfosis. Las transformaciones son constitutivas en esta divinidad, ya que para poder sobrevivir debió cambiar muchas veces su aspecto y ése es precisamente uno de sus dones. En El origen de la tragedia Nietzsche define al espíritu dionisíaco como aquél que se resiste a la apariencia (lo apolíneo) pero a la vez la necesita para existir. El equilibrio entre ambos principios –“el término y el fin supremo de esos instintos estéticos” según el filósofo alemán (1985, p. 50)- será alcanzado por el griego con la tragedia. Hay un fluir vital, que sería lo dionisíaco, que no se agota en una sola apariencia, sino que la atraviesa, pero a la vez la necesita como forma de manifestación. Dioniso tendrá entonces múltiples apariencias, ya que “la exaltación dionisíaca arrastra en su ímpetu a todo el individuo subjetivo, hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo” (p. 40).

Los romanos lo llamaron Baco y está asociado con el vino y también con la fuerza vital de la naturaleza, ya que resucita anualmente acompañando su renovación cíclica, el resurgimiento de la vegetación. “Es también [como se advierte en el sueño de von Aschenbach] el dios del delirio místico, del entusiasmo frenético, del orgiasmós ritual, del éxtasis, de las visiones, de la ebriedad…” (Bauzá, 1997, p. 160).

Si bien es una divinidad cuyo mito tiene génesis en Tebas y es oriunda de esa ciudad, su iniciación es extranjera (de ahí la denominación de Thomas Mann); por eso siempre se ha caracterizado a la fuerza dionisíaca como algo que irrumpe desde el exterior en un medio en el que la siente como absolutamente extraña. Según Marcel Detienne (1997, pp. 30-31), “Dioniso afirma su naturaleza epifánica de dios que no cesa de oscilar entre la presencia y la ausencia. Es siempre un extranjero, una forma a identificar, un rostro a descubrir, una máscara que lo oculta tanto como lo revela”. En palabras de este autor, Dioniso es “el Extranjero portador de extrañeza” (p. 34) porque se lo desconoce o no se lo reconoce, y su derrotero siempre es en pos de hacer valer su poder divino.

Hay un primer Dioniso que es hijo de Zeus y Perséfone.  Como Hera estaba celosa, Zeus lo puso al cuidado de Apolo y de las Curetes, y también le dio la habilidad de metamorfosearse para escaparse de esa diosa. En una de sus formas, la de toro, fue despedazado por los Titanes, pero Zeus recuperó algunos de sus restos y lo devolvió a la vida, fecundando el cuerpo de una mortal, la princesa Sémele, hija de Cadmo. Pero este Dioniso no nace de su vientre, sino del muslo de Zeus, lo que borraría cualquier vestigio humano en este segundo nacimiento. El haber “nacido dos veces” explicaría su nombre. Hera continúa persiguiéndolo, por lo que debe seguir metamorfoseándose en las diferentes ciudades que visita. Sin embargo, la diosa logra alcanzarlo y lo enloquece. En Frigia (Asia Menor), Cibeles, divinidad también identificada con Rea, lo cura de ese delirio, lo purifica y lo inicia en los ritos de su culto. Dioniso continúa luego itinerando, y en ese recorrido, reeditará con sus epifanías sus propias vicisitudes, infligiendo sobre quienes se opongan a él los mismos padecimientos que sufrió. Es como un exiliado que siempre está regresando, pero que se enfrenta a todo tipo de obstáculos; por eso se lo caracteriza como el “nuevo dios” o “dios venidero”. Walter Otto (1997, p. 63) se refiere especialmente a esta deidad que desapareció, se alejó, pero se espera que pronto regrese. Este autor hace especial hincapié en el origen griego de esta divinidad por el conocimiento que se tenía de Dioniso ya desde la épica homérica y en cómo su llegada implica en realidad el “nuevo despertar de un culto antiguo” (p. 49).

Asimismo, como desarrollaré luego, su rito está indisolublemente vinculado con su origen y constitución míticos. En su capítulo “Bajo dos efigies idénticas” Detienne (pp. 48-57) aborda esta relación explicando cómo el Dioniso purificado e iniciado en su rito por Rea une dos aspectos del dionisismo: uno en el plano mítico revela la impureza de la manía y la liberación que exige, y por otro lado, en el plano ritual, expone la visión recíproca del bacante (integrante del séquito dionisíaco) y su dios, que cobran los dos el mismo aspecto, la misma apariencia. Esta deidad inicia a otros aportándoles sus atributos, así como lo iniciaron a él.

Dioniso nos da el presente del vino, que en la vida cotidiana, para los griegos, no debe tomarse puro sino mezclado con agua (en estado puro proporciona iniciación y recreación): “A la manía enviada por Hera responde la locura báquica que alterna con el vino puro, que tienen uno y otra virtud para iniciar”, dice Detienne (p. 53). La purificación se hace en el trance que es catártico, liberador. Cuanto más se desencadena la locura, mayor es el lugar para la catarsis.

La doble cara de Dioniso se resume así:

  • produce éxtasis salvaje, los que caen bajo su influjo (porque infunde manía, “locura”) se abandonan a lo irracional; es vindicativo, violento, cruel con quienes no lo reconocen; es bakchêios, dios de la locura

(y a la vez)

  • produce serena templanza, alegría, disolución de las fronteras; es benévolo una vez que inicia a los acólitos o seguidores que lo reconocen como dios; es lisios y katharsios, libera, purifica y calma el dolor

Y esta doble cara responde al propio trayecto seguido por Dioniso entre Hera y Rea.

Esa calidad de “cuerpo extraño” que es el dionisismo para la cultura griega, esa alteridad, es estudiada por E. Rhode subrayando el hecho de que nos proyecta fuera del mundo en el éxtasis y en la posesión. El griego, según él, habría de algún modo “aculturado” ese dionisismo de sesgo oriental (recuérdese su iniciación en tierras asiáticas) ligado al placer, la exuberancia y la comunión con la naturaleza salvaje, apropiándoselo en la línea del misticismo. Sin embargo, además de que se comprobó la presencia del nombre de Dioniso como igual de antigua que el resto de los dioses del panteón -por lo tanto no tan ajeno a la cultura helénica-, la Grecia del siglo V a.C. no registra documentos que den cuenta de este tipo de dionisismo místico, en el sentido de experiencia íntima de lo divino o preocupación por la salvación eterna. Más bien lo que importa en este ritual es el presente, sentir de otro modo pero inmersos en lo más profundo de la vida. Y se trata de un acontecimiento absolutamente colectivo. El tíaso o cortejo dionisíaco es un grupo organizado de fieles que entran en trance, que tratan de conseguir por un momento, como en un paréntesis, la experiencia de volverse otros. Es decir que para el griego el dionisismo tiene a la vez algo de extraño y a la vez algo de lo propio que siempre estuvo ahí.

Porque en el Olimpo, Dioniso encarna justamente la figura de lo Otro: “Confunde las fronteras entre lo divino y lo humano, lo humano y lo bestial, el aquí y el más allá. Hace comunicar lo que estaba aislado, separado. En la naturaleza, en el grupo social, en cada individuo humano, su irrupción, bajo forma de trance y posesión reglamentadas, es una subversión del orden que, mediante todo un juego de prodigios, de fantasmagorías, de ilusiones, por una modificación desconcertante de lo cotidiano, impulsa hacia lo alto, en una confraternidad idílica de todas las criaturas, la comunión dichosa de una edad de oro súbitamente recuperada, o bien a la inversa, para quien lo rehúsa y lo niega, hacia abajo, en la confusión caótica de un horror terrorífico”  Vernant (2002, pp. 226-231).

Schüttbilder de Hermann Nitsch © Galerie Fred Jahn

DIONISO Y EL TEATRO

La referencia a la creación de ilusiones prepara el terreno para abordar un arte cuyo dios por excelencia es Dioniso: el teatro. En efecto, la tragedia surge en Grecia a partir de un coro en su honor. Se trata del ditirambo, himno en homenaje a esta deidad entonado por un grupo que también bailaba, del cual se desprendería un personaje para dialogar con ese coro. Se sabe que Tespis, que itineraba por los pueblos con su carro, introdujo “representaciones” ditirámbicas en la zona del Ática en el siglo VI a.C. Hay algunas versiones que dicen que fue él quien creó la tragedia al hacer aparecer ese primer actor que intercambia parlamentos con el coro. Otros dicen que fue Frínico, su sucesor. Esquilo creó el segundo actor y Sófocles, el tercero. No me detendré en esta oportunidad en los elementos dionisíacos de la comedia ni del drama satírico, porque es materia de otro largo análisis.

Roland Barthes, en su artículo sobre “El teatro griego” (1982, pp. 69-101), desestima por su parte la relación de la tragedia con el culto a Dioniso y hace hincapié en cómo su nacimiento tiene una fuerte impronta cívica; inmediatamente se empezaron a celebrar concursos para premiar a las mejores obras. El primero data del 538 a.C., bajo Pisístrato. Es decir que la tragedia pasa a ser parte de una institución de la ciudad, en este caso de Atenas. No es casual que la consolidación de estos certámenes se dé en el marco del auge de la democracia y la hegemonía de esa polis. Con el surgimiento del género, se instala un espacio, que coincide con un terreno consagrado previamente a Dioniso; exista o no una filiación directa con su culto, allí sí perduraría la carga religiosa, ya que el dios sigue siendo su patrono. El jefe de coro se ubica en el thymele de Dioniso,  su altar, donde además se erigía su estatua de madera. Si bien ese corifeo perdura como tal en la tragedia y habla con los personajes, es esta figura el antecedente del primer actor. El coro que cantaba los ditirambos le habría hablado primero a esa estatua; como se necesitaba una respuesta, el coreuta principal, un desgajamiento de ese “intérprete colectivo”, de esa masa indiferenciada, asume el papel de Dioniso y dialoga con el grupo, diálogo que daría origen propiamente al drama. Inicialmente versaría sobre el mito dionisíaco, pero luego el culto heroico invadió la escena y fueron surgiendo los múltiples temas que ocupan las tragedias que han llegado hasta hoy y que aún se siguen estrenando en todo tipo de versiones.

Los ditirambos no desaparecieron sino que coexistieron en esos concursos con las tragedias y las comedias. De hecho, los dos primeros días de las Grandes Dionisíacas, uno de los certámenes que se desarrollaba en Atenas, eran ocupados por esas “representaciones”, cuya particularidad era que no incluían actores sino un coro numeroso, sin máscaras ni vestuario, que danzaba y cantaba alrededor del thymele, no frente al público. Como nació de determinados episodios del culto a Dioniso, por supuesto sus temas giraban en torno a su mito. No han llegado más que algunos fragmentos de Píndaro, pero a partir de estos datos puede inferirse que oscilaba más bien entre lo teatral y lo parateatral, una suerte de “prototeatro” o “protoforma escénica”, entre una representación y una presentación, quizás cercano a lo que hoy podría ser una performance, pero de carácter fuertemente religioso. Las danzas cíclicas del ditirambo reproducirían las rondas colectivas de posesos por la manía divina; de esta manera se liberarían de este trance y dice Barthes (pp. 76-78) que “quizás es en este contexto en el que hay que entender la noción de la catarsis teatral”.  Este concepto de Aristóteles se podría vincular para el autor francés a cómo “el teatro antiguo, en la medida en que surgía del culto a Dionisos, constituía una ‘experiencia total’, que mezclaba y resumía estados intermedios, incluso contradictorios, en resumen, una conducta premeditada de ‘desposeimiento’, o, dicho con un término más insípido, pero más moderno, de ‘extrañamiento’”.

En realidad todo lo que sucedía en el espacio del teatro griego era sagrado. Los espectadores llevaban la corona religiosa y trajes de fiesta, los intérpretes eran sagrados y el delito se convertía allí en sacrilegio. El teatro, al ser un lugar ligado al culto a Dioniso, era también un templo. Incluso había asientos privilegiados para integrantes del clero. Y, en efecto, detrás del escenario, la skené, se encontraba el templo propiamente dicho de este dios. Anne Surgers (2005, pp. 13-24) aporta algunos detalles de cómo eran las fiestas en su honor, que comenzaban con un desfile, durante el cual los poetas y los intérpretes eran presentados a la multitud que iba enmascarada para la ocasión. En la procesión de la primera jornada de las Grandes Dionisíacas, la estatua del dios era sacada del templo y conducida al teatro, donde se instalaba solemnemente y constituía un ritual excepcional, una epifanía, otorgándole a la representación una importancia simbólica particular, ya que el interior de los templos griegos no era accesible al común de los fieles. La estatua de la divinidad normalmente permanecía oculta. Así también, durante la primera jornada se le ofrecía al dios la hecatombe, sacrificio de un gran número de toros, después de lo cual se los descuartizaba (reviviendo lo acontecido al propio Dioniso) y asaba, para ser luego repartidos entre los ciudadanos. Los concursos dramáticos eran intercalados a su vez por diversos rituales, lo que traía aparejado ruidosas, coloridas y olorosas jornadas, una atmósfera de devoción más asociada a una festividad popular que al silencio y la sobriedad (y oscuridad en la platea) que puede implicar hoy asistir a una obra teatral.

La palabra theatron, que da origen al término “teatro”, significa “sitio donde se ve”. El verbo theaomai, del cual deriva el sustantivo theatron, tiene el doble sentido de ver y tener visiones místicas, es decir que el espacio teatral está cargado ya semánticamente por esa reacción ligada a la religiosidad que lo atraviesa. De ahí también la orientación que tienen muchos teatros griegos, que no evita la luz directa del sol y el encandilamiento. Dice Surgers (p. 18): “es fácil imaginar el deslumbramiento, la embriaguez que resultaban de la ceguera relativa producida por la orientación casi sistemática de las gradas hacia el sur, a la que se sumaban los efectos del vino, que el público seguía bebiendo durante la representación”. En otras palabras, la propia vivencia como espectadores estaba sumamente atravesada por elementos dionisíacos. Durante las funciones también se comía, lo que sugiere que se caracterizaban más por la participación, que por una tranquila contemplación. Barthes destaca cómo el hecho de que el teatro sea circular y se desarrolle al aire libre contribuye a ese involucramiento de actores y público (una gran multitud, ya que por ejemplo el teatro de Atenas albergaba 14000 personas, o sea, más cercano a una cancha de fútbol que a un teatro actual) en un acontecimiento único y singular.

En todo este contexto Dioniso se hacía presente, dejaba de estar oculto en todo sentido, cada vez que había una representación teatral, en tanto ceremonia colectiva intermediaria entre los fieles y este dios. Dicha representación no consistía solamente en diálogos entre actores, sino que se incorporaban además las intervenciones del coro que bailaba y cantaba (incluso los actores podían hacerlo); es decir que el aspecto musical era fundamental y, como señala Nietzsche, la música es la más dionisíaca de las artes. Si bien en el ditirambo se veían las caras de los intérpretes, en la tragedia iban todos enmascarados, actores y coro. La máscara también tiene que ver con esa oscilación entre la presencia y la ausencia, propia de este Dioniso, cuyas epifanías se producen inesperadamente. Según Barthes (pp. 87-88), la máscara mezcla “la inhumanidad con una humanidad enfatizada” y esto “constituía una función capital de la ilusión trágica, cuya misión es dejar que se capte la comunicación entre los dioses y los hombres”.

Bodenschüttbild de Hermann Nitsch © The Albertina Museum

DIONISO Y LA TRAGEDIA BACANTES

Un gran testimonio que nos llega sobre el dionisismo y el teatro es el de la tragedia Bacantes de Eurípides, que precisamente recupera parte del mito de Dioniso para ser representado dramáticamente (fue estrenada durante las Grandes Dionisíacas en el 406 a.C.). Asimismo aporta información sobre aspectos rituales ligados a esta divinidad. Es por esta y otras razones que se considera una pieza arcaizante, reviviendo uno de los episodios de lo acontecido a este dios, un tema recurrente en los orígenes de la tragedia y el teatro, como señalé en el apartado anterior en relación al ditirambo. Tespis parece incluso haber escrito un drama llamado Penteo, en torno a este mito.

Ya desde el Prólogo de la obra, el propio Dioniso, con aspecto de mortal extranjero y acompañado por el coro de bacantes (el tíaso o cortejo que lo acompaña desde Asia), anuncia que viene a vengarse de los tebanos, porque siendo él oriundo de esa ciudad, no se incorporó su culto porque no le creyeron a su madre, Sémele, que iba a parir a un hijo de Zeus. Incluso explicita que aguijoneó con la locura a las mujeres tebanas, haciéndolas salir de sus casas y llevándolas hasta la montaña, donde las obligó a ponerse la vestimenta de sus orgías (tanto los atuendos como los atributos ligados a Dioniso están muy bien descriptos en el citado fragmento de la novela de Mann). En sus notas a la versión de la obra que utilizo y que citaré apelando a la numeración de los versos, Nora Andrade (2003, p. 75) define órguia como “una ceremonia religiosa de un culto mistérico (…), es decir, aquel culto en el que los fieles deben ser iniciados y en el que se comprometen a callar lo que aprenden (mystérion proviene del verbo múo, ‘cerrar la boca’). Órguia tiene la misma raíz de érgon, ‘acción’, y hace referencia a las acciones rituales. Sin embargo, por aplicarse también al culto de Dioniso, la etimología popular lo relacionaba con orgué, que significa desborde emocional”.

Las bacantes hacen su primera intervención coral describiendo los aspectos sobrenaturales del dios -sus epifanías- durante el ritual: “El suelo mana vino, mana leche, mana néctar de abejas” (v. 142). Por su parte, Penteo, con todo su descreimiento y juzgando mal lo que está ocurriendo en su ciudad, en el primer episodio expresa, respecto de las mujeres tebanas que han sido arrastradas por la fuerza dionisíaca, “que las jarras están llenas en medio de los tíasos y que cada mujer, en algún sitio apartado, atiende el lecho de un macho. Dan la excusa de ser ménades que ofrecen sacrificios, pero les importa más Afrodita que Baco” (vv. 221-226). E incrédulo en cuanto a la posibilidad de que ese extranjero que ha llegado sea el dios Dioniso, profiere: “Dicen que ha llegado de la tierra lidia cierto extranjero, un mago decidor de ensalmos, que exhala perfume de su rubia cabellera ondulada, de mejillas rojas y con los encantos de Afrodita en los ojos, el que proponiéndoles a las jóvenes misterios celebrados con gritos de evohé [grito ritual], se pasa con ellas día y noche” (vv. 233-238). Ambas partes del parlamento dan a entender el carácter sexual de este ritual (al igual que en La muerte en Venecia), aunque esto está filtrado por los ojos de Penteo, quien está obsesionado con atribuirle ese tinte al accionar del extranjero. Pero un estudioso de Dioniso como Walter Otto (p. 130) lo distingue de su cortejo de Sátiros, “en cuya desnuda lujuria el dios no parece reparar”. “Nada es más ajeno a las orgiásticas danzarinas del dios que el desenfrenado impulso erótico” y “su furia nada tiene que ver con la lúbrica excitación de sus compañeros medio hombres medio animales”, afirma este autor.

Las bacanales se celebraban en Grecia cada dos años y eran un ritual pedominantemente femenino. Un grupo de mujeres subía a la montaña, se ponía en estrecho contacto con la naturaleza y caía en trance con la danza, las correrías y el vino. Las practicantes de este rito iban provistas de tambores y flautas, típicos instrumentos dionisíacos. Esta primera parte del ritual se denomina oreibasía. En este estado de posesión o manía, daban caza a un animal con el que practicaban el sparagmós, desmembramiento o despedazamiento y, a continuación, la omophagía, la ingestión de carne cruda del animal sacrificado. Todos estos aspectos están presentes en Bacantes, así como también ese encuentro cara a cara de cada participante con la divinidad, más allá de que tenga lugar en el orgiasmós colectivo. En el trance, el dios y el que es poseído intercambian posiciones, el vínculo se vuelve reversible. Y esto es expresado en la obra a través de todo un juego de palabras en relación al “ver” y “ser visto” (recordar que theatron es el “lugar para ver”), que se profundiza a partir de las distintas formas que adopta este dios y en las que se lo puede “ver”.

¿Cuál es la mirada más cercana a la verdad cuando Penteo, principal oponente de Dioniso, rey de Tebas que se niega a reconocer a esta deidad, se encuentra desgarrado entre su “lucidez” y su “videncia” dionisíaca (por la locura que le infunde el dios)? Dioniso trastoca e intercambia todas las categorías: lo femenino y lo masculino (él mismo se presenta en forma andrógina), lo joven y lo viejo, lo antiguo y lo nuevo, lo propio y lo extranjero. Y esta tragedia recuerda la importancia de aceptar e incorporar toda esa alteridad en la vida de la ciudad. De ahí la canalización o el encauzamiento de todo ese entusiasmo dionisíaco -propio del ritual- en los festivales que institucionalizan el teatro, convirtiéndolo en una especie de válvula de escape y uno de los ejes más importantes del comportamiento cívico.

En la obra también aparece claramente la doble cara de esta divinidad, benévola y vindicativa a la vez, diferenciándose entre el séquito de bacantes iniciadas que vienen con Dioniso y las ménades de Tebas. Las primeras son fieles a él y seguidoras de sus reglas rituales. No sufren un delirio que se transforma en castigo, sino que disfrutan de las bondades y los prodigios de este dios en contacto con la naturaleza. En cambio, para las tebanas incrédulas, no iniciadas, la manía se convierte en rabia, no tienen acceso a la revelación dionisíaca y el poder dionisíaco se deja ver en su forma más terrible, cuando se perpetra la venganza sobre la figura de Penteo. Vernant (p. 241) subraya acertadamente la relación con la doble naturaleza del vino: “terrible en extremo, infinitamente dulce. Su presencia, intrusión asombrosa de lo Otro en el mundo humano, puede adoptar dos formas, manifestarse por dos vías: o bien la unión dichosa con él, en plena naturaleza, sobrepasando cualquier obstáculo, la evasión fuera de los límites de lo cotidiano y de sí mismo (…) O bien la caída en el caos, la confusión de una locura sanguinaria, asesina…”.

En línea con su naturaleza, Dioniso viene a ser reconocido como dios y a que se le rindan los honores correspondientes, y abre la obra como una suerte de maestro de ceremonias, de director de escena que explica todos los movimientos que va a realizar. Y esto se repite en distintos momentos de la pieza euripídea en donde se acentúa este carácter tan teatral en sus intervenciones. Por algo un autor como Vernant lo denomina “el dios de la ficción trágica”. Este autor también cuestiona, como Barthes, una filiación más o menos directa entre la tragedia y Dioniso y afirma que “más que en las raíces, que la mayoría de las veces se nos escapan, es en lo que la tragedia ha creado de nuevo, en lo que fundamenta su modernidad en el siglo V a.C. -y hasta nuestros días- donde reside su connivencia con Dioniso”.  Así destaca que cuando los espectadores ven a los héroes trágicos en escena, son conscientes de que están y no están ahí. Hay un actor presente que interpreta, hace las veces de un personaje “ausente”: “a la vez que el espectador se entusiasma con la intriga y se conmueve ante lo que ve, no deja de reconocer que se trata de falsas apariencias, de simulaciones ilusorias -en una palabra, de ‘mimética’-” (pp. 26-27). Y justamente Dioniso es el dios de las apariencias y las metamorfosis, el que está presente y ausente a la vez, el que desdibuja constantemente las fronteras de lo ilusorio y lo real.

Retomando las primeras definiciones, Dioniso es una de las deidades griegas asociadas a la máscara, elemento, como he señalado, fundamental en el surgimiento de la tragedia. Y precisamente esto de “ocultarse” tras la máscara -que no es una, sino que son muchas-, para luego aparecer y para luego volver a ocultarse, le facilita a esta divinidad convertirse en Bacantes en el gran titiritero de la acción, el gran prestidigitador. Y así es como en la obra Eurípides reflexiona sobre el propio teatro a través de la naturaleza de este personaje que tiene la máscara de un dios, sobre la que a su vez está la del extranjero, entre las muchas formas posibles que puede adoptar. La magia y los prodigios de los que es capaz Dioniso están en realidad en la imaginación del espectador, en esa suspensión del descreimiento (ahí está quizás uno de los grandes errores de Penteo, estar siempre en guardia aferrándose a la “lucidez”), que se produce en esa intersección entre la platea y el escenario. En esa contingencia del “como si”, propia del juego teatral, que también se observa en el juego de los chicos -que es tan real como imaginario-, en esa tensión que no se resuelve, se erige Dioniso con su(s) máscara(s).

Bibliografía

Barthes, Roland (1982), “La representación” en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, Buenos Aires, Paidós.

Bauzá, Hugo F. (1997), Voces y visiones. Poesía y representación en el mundo antiguo, Buenos Aires, Biblos.

Detienne, Marcel (1997), Dioniso a cielo abierto, Barcelona, Gedisa.

Eurípides, Bacantes, en versión de Andrade, Nora (2003), Traducción, Estudio preliminar y Notas, Buenos Aires, Biblos.

Mann, Thomas (2003), La muerte en Venecia, Buenos Aires, Edhasa.

Nietzsche, Friedrich (1985), El origen de la tragedia, Buenos Aires, Siglo veinte.

Otto, Walter (1997), Dioniso. Mito y culto, Madrid, Siruela.

Surgers, Anne (2005), Escenografías del teatro occidental, Buenos Aires, Artes del Sur.

Vernant, Jean-Pierre (2002), “El dios de la ficción trágica” y “El Dioniso enmascarado en Bacantes de Eurípides” en Vernant, J-P. y Vidal-


Victoria Eandi

es Licenciada y Profesora en Artes por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha colaborado como crítica de artes escénicas durante quince años en el Buenos Aires Herald, entre otras publicaciones periodísticas, en las que participa hasta la fecha. Asimismo ha escrito diversos artículos sobre sobre historia y teoría del teatro para libros y revistas especializadas, y colabora con su columna teatral en el programa de radio «Mares hambrientos» (FM La Tribu). En 2018 editó el libro 20 años de ARTEI (Asociación Argentina del Teatro Independiente). Una sala, todas las salas. Ha realizado asimismo un Posgrado en Administración de las Artes del Espectáculo, en la Universidad de Buenos Aires y, además de trabajar en el Complejo Teatral de Buenos Aires, se ha desempeñado como asesora teatral y gestora cultural programando obras de teatro chileno en Buenos Aires.